lunes, 28 de septiembre de 2009

A misa

Venga, Conchi, date prisa
que llegamos tarde a misa,
y es de mala educación
entrar a medio sermón.

Y ella que sigue en el baño…
¡pero si no tiene apaño!
que aunque se vista de seda
la mona, mona se queda.

¿Lo ves? Lo que me temía…
¡lleno hasta la sacristía!
Nos toca el último banco
hoy que voy de punta en blanco.

Bueno, a ver quien ha venido
y echa un vistazo al tendido.
Está el cura hecho una furia…
¿Otra vez con la lujuria?

Mercedes y su marido…
¿No es algo corto el vestido?
Si es que va pidiendo guerra…
él es tonto o no se entera.

Claro, es que no me extraña,
todos saben que la engaña.
Si el miércoles lo ví magrear
a una rubia de armas tomar…

Estaba en un bar de copas
de chicas con poca ropa.
¿que qué es lo que hacía yo allí?
Mujer, que paré a hacer pipí…

¿Y ésto sigue todavía?
ahora le toca a la envidia…
Mira…Luis, a tu lado,
se dice que está forrado.

Pues si te he de ser sincero
me extraña tanto dinero.
No es trigo limpio, seguro,
que ya me lo dijo Arturo.

Que si casa, que si coche,
que si salen cada noche…
Y en verano, un crucero.
¡pero si se le ve el plumero!

Que un sueldo de funcionario
no da pá este gasto diario…
Pues con su pan se lo coma
que a este paso ¡en chirona!

Hay que ver lo que ésto dura...
¿No piensa callar el cura?
¡Por Dios! Lo que ahora daría
Por una cerveza bien fría...

Amén y podéis ir en paz.
¡La parte que me gusta más!
Vamos, Conchi, date prisa
que nos vean salir de misa.
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domingo, 20 de septiembre de 2009

Del rosa al rojo

Sonrosada y transparente era la piel de Rosa cuando vino al mundo. De rosa empapelaron su habitación y rosas eran los vestiditos que de niña le compraban. Rosas las novelas que leía en su cuarto de adolescente y, escritas en papel rosa, sus primeras cartas de amor que, a escondidas, releía en clase mientras declinaba rosa rosae. Era un atardecer teñido de rosa cuando él por primera vez la besó y de color rosa eran las rosas que le regalaba. Salsa rosa y vino rosado en aquella cena donde brindaron por su eterno amor.

Rosa era el lazo que adornaba su vestido de novia y rosas las flores de su ramo. Ante un altar ornamentado con rosas, le dijo “sí, quiero” y la vida le pareció del más puro color de rosa.
Pero nadie le dijo que no le esperaba un camino de rosas, sino de espinas. Día a día y uno a uno, los pétalos se fueron cayendo con cada golpe que él le daba. De un rosa suave fue la primera marca que sus dedos le dejaron en la piel. De un rosa más intenso cuando la abofeteó por primera vez. De un rosa violáceo las señales en su cuerpo y en su rostro tras la primera paliza. Ya no había maquillaje que disimulara los golpes recibidos ni lápiz de labios, de color rosa, que pudiera ocultar sus labios partidos. Luego, para disculparse, él le mandaba un ramo de rosas.

Caía el último pétalo el día en que, tras un nuevo golpe, el más brutal, el más certero, el rosa se tornó rojo. El rojo de la ira en los ojos de él, el rojo brillante de las heridas en su piel y, finalmente, el rojo de su sangre en el suelo.
Rojo en el calendario y rojo el atardecer del día en que la golpeó hasta cansarse, hasta no poder más. Roja la luz de la sirena de la ambulancia que, en una carrera inútil contra la muerte, se saltaba desesperadamente los semáforos en rojo sin poder llegar a tiempo de salvar a Rosa.

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martes, 15 de septiembre de 2009

El hombre que no sabe llorar

Le dijeron siendo niño
llorar no es cosa de hombres
si sientes pena, la escondes
las lágrimas no van contigo.

Que eso es cosa de niñas
ya sabes, son medio bobas
un machote nunca llora
aunque deba tragar quina.

Y apretando bien los dientes
y secando, a escondidas,
cuatro lágrimas furtivas
el niño es ya adolescente.

Y aunque siente el dolor
que provoca el desencanto
nada le provoca el llanto
ni el amor ni el desamor.

Y sabe que algo va mal
cuando siente en la garganta
ese nudo que le espanta
y no puede desatar.

Y en un hombre se convierte
que desconoce el consuelo
que siempre ofrece el pañuelo
del amigo que lo tiende.

Jamás su mirada se nubla
nunca una lágrima asoma
y cuando la pena le ahoga
falsas sonrisas dibuja.

Pero cuando muere el día
y a solas con él se encuentra
cuando a la verdad se enfrenta
por llorar diera su vida.

Y reconoce, angustiado,
no es menos hombre el que llora
que maldita sea la hora
en que le dejaron lisiado.

Le amputaron emociones
a golpes de hipocresía
y sólo desea, un día,
llorar como llora un hombre.
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lunes, 7 de septiembre de 2009

Corazón por ocupar

Cuando salgas de mi corazón, cuando decidas mudarte, cuando ya lo encuentres antiguo o inhabitable, cuando no quieras hacerte cargo de las reformas inevitables por el paso del tiempo…por favor, deja la puerta abierta.
No la cierres al salir, ni siquiera la entornes. Déjala abierta de par en par para que se ventilen todos los rincones después de haberlo habitado tanto tiempo, para que se airee de malos recuerdos y tristes momentos. Eso sí, no salgas al anochecer, cuando los fantasmas del recuerdo lo merodean. No la hagas a escondidas ni te lleves poco a poco tu equipaje. Cógelo todo y no te dejes nada. Espera al amanecer, con la luz del día, para que los rayos del sol iluminen el espacio vacío. Para que el aire fresco de la mañana me dé fuerza para entender el abandono.
Deja abierto, pero llévate la llave contigo. No porque espere que vuelvas, sino para no tener la tentación de cerrarlo a nadie. Abierto, para que sepan que está por ocupar, por si alguien se interesa por él, entra y le gusta. Por si el nuevo inquilino repara con cariño sus desconchadas paredes, las empapela de besos y lo amuebla con risas. Para que se sienta en mi corazón como en su casa, se instale en él y, a ser posible, con contrato indefinido.

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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una noche de habaneras

Estamos de Fiesta Mayor en el barrio donde nací. Un barrio de Barcelona en el cual sus habitantes se niegan a perder sus tradiciones y cada año se esmeran en mantener vivo el espíritu popular de la Fiesta Mayor. Son fiestas que se viven en la calle, fiestas en las que te reencuentras con lejanos familiares, con antiguos vecinos… fiestas en las que no puede faltar, tratándose de Catalunya, el broche final con una cantada de habaneras.
Bien, pues allá que me dirijo yo con la sana y patriótica intención de corear viejas canciones populares que hablan del mar, de los marineros, de la guerra y, como no, de amores y desamores.

La actuación, como todas las actividades de las fiestas, tiene lugar al aire libre. Es una hermosa noche de verano, hay jolgorio en las calles engalanadas con banderitas de colores, escucho la música de las calles vecinas…Pienso que el marco es perfecto y me dirijo hacia la parte de la calle donde está el acceso al espacio para el concierto. Al momento cambio de opinión. Falta todavía una hora para que dé comienzo y ya la gente empieza a amontonarse junto a dicho acceso a fin de poder conseguir un asiento. Si pretendo tener uno para mí, está claro que debo guardar cola pacientemente por lo cual, cívicamente, me coloco al final de la misma y espero. Y empiezo a calcular. Ciento veinte sillas para todos los que somos me presagian que aquello va a ser una merienda de negros. Y efectivamente es así. A medida que se acerca la hora de apertura de la entrada, la cola empieza a perder su uniformidad y se convierte en una masa de personas que, empujada por las prisas y los nervios, va apelotonándose en la entrada. Como en todas partes, aparecen los listos de rigor que, pensando que el resto somos idiotas, deambulan discretamente cerca de la entrada y, al menor descuido, ya se han colocado en ella como quien no quiere la cosa.
Gritos y abucheos a los listillos de turno y a la Organización del evento. Señoras que se quejan y señores que reniegan. En esto, que se abre el acceso. Como era de esperar, sin prisa pero sin pausa nos metemos todos dentro, todos los que cabemos, claro, y aposentamos nuestros traseros tan firmemente como podemos en las sillas, no sea caso de que al menor descuido nos encontremos sentados en el suelo.

Una vez tengo asegurada mi silla, miro a mi alrededor y el panorama me dice que va a ser una hora y media de lo más distraída. En la fila de enfrente, tres orondas señoras de edad indefinida cuyo único propósito ha sido el asistir a la actuación para hablar de sus cosas. No importa si lo hacen en las pausas o mientras cantan. Todavía enfrente, pero justo a la derecha de las tres señoras, una pareja tan embelesada con las canciones que hasta el respirar de los vecinos les molesta.
En mi fila, y a mi derecha, una señora que ha venido sola pero que parece lo hubiera hecho con veinte, pues mantiene un diálogo con una persona inexistente y, cuando lo cree oportuno, que es siempre, interviene en las conversaciones ajenas. Del diálogo con la persona invisible he sabido que tuvo una caída y tiene los riñones hechos polvo, que el grupo nunca empieza puntual, que se sabe de memoria el nombre de cada uno de los componentes, que ni loca les comprará un CD a la salida, que las tres señoras de enfrente son unas pesadas (en eso estoy de acuerdo con ella) y que su vecina del segundo seguro no habrá podido asistir porque ya está muy mayor. En la fila trasera dos señoras más, parece ser que muy duchas en habaneras, porque al margen de que todas las conocen, sin ningún rubor las cantan a voz en grito, de lo cual mi oído y el de otros presentes se resiente enormemente. Y a mi izquierda Joan que, como yo, tiene la sana intención de disfrutar del acto. Sí, sí…

Y empieza la cantada al mismo tiempo que todos los personajes entran en acción. Las tres de enfrente, a la primera nota musical, comienzan con su charla. Charla que va acompañada de movimientos rítmicos al son de la música pero que, en ningún caso, consiguen hacerlo al unísono. La de la izquierda va hacia la derecha, la de la derecha hacia la izquierda y la de en medio, a falta de espacio físico para moverse, acompaña el ritmo con palmas. Como no, desacompasadas. A pesar de tan frenética actividad, la charla no cesa y la pareja de su derecha empieza a llamarles la atención pidiéndoles que se callen, cosa que ellas ignoran totalmente.
La de mi derecha, la del interlocutor inexistente, comenta en voz baja, eso sí, que al que canta lo conoce desde niño y que le duelen los riñones de la caída que tuvo. Ya es la quinta vez que lo comenta. Y las de atrás siguen entusiasmadas con sus cantos desafinados.
Así, y haciendo esfuerzos sobrehumanos para concentrarme, llegamos a la media parte.
Las de delante se levantan raudas y veloces a la busca del típico ron “cremat”, cosa que es de agradecer para los sufridos vecinos de silla. La de mi lado hace lo mismo, sin dejar de seguir hablando, creo que esta vez de la vecina muy mayor que no pudo asistir. Joan va a buscar un ron para mí y yo, aprovechando la pausa y que estamos al aire libre, enciendo un cigarrillo.
Y entonces entra en acción una de las señoras de detrás, creo que la de los gorgoritos más agudos. Me dice, con unas formas tan malas como sus cantos, que ella no tiene porque fumar de mi cigarrillo.

Me quedo tan sorprendida que mi primera reacción es mirar si todavía el cigarrillo está en mi mano o, sin darme cuenta, lo he puesto en su boca. Pero ya veo que no. Sigue en mi mano solo que, debido a una leve brisa, el humo toma la dirección de su cara que, roja por la ira y a varios metros de mí, apenas es rozada por el humo. Le contesto que, sintiéndolo mucho, todavía no tengo la facultad de poder redireccionar el sentido del viento. Parece que no le gusta tan lógica respuesta y sigue insistiendo. Yo no debería fumar en un sitio así, me dice. Y yo, de nuevo, me quedo atónita. Qué es exactamente “un sitio así”? No estamos al aire libre? O es que durante la actuación, obnubilada por mis peculiares vecinos de silla, me he perdido el que le han puesto techo a la calle? No. Sigo estando en la calle, al aire libre y con una agradable brisa nocturna.
Ya de peores modos, le digo que ella no es nadie para decirme donde debo fumar y donde no, y mucho menos estando como estamos al aire libre. Abre la boca, supongo que para decirme de todo menos “guapa” pero harta ya de escuchar sandeces, opto por darme media vuelta y, evidentemente, seguir fumando mi cigarrillo.
Llega Joan con el "cremat", que está delicioso, y el calorcillo me alegra un poco la noche que está siendo nefasta. Vuelven las tres de delante, la del lado y empieza la segunda parte, que no deja de ser más de lo mismo. Las tres que no callan ni paran quietas, los del lado chistando para que callen, la de mi derecha hablando del CD que no comprará y de la vecina muy mayor, las de atrás con sus gorgoritos y yo, muy a mi pesar, mirando el reloj esperando que tal tortura llegue pronto a su fin.

Y llega. Como era de prever, las tres de delante saltan escopeteadas sin siquiera esperar oír nuestro himno nacional, porque maldito el interés que tienen. La de mi lado se marcha, esta vez hablando de nuevo de sus riñones, las de detrás me miran airadas cuando paso por su lado (a punto estoy de encender otro cigarrillo) y yo me voy pensando que lo que mal empieza, mal acaba. Hasta que llego al bar más próximo, me pido un bocadillo de tortilla y una cerveza y la vida, de nuevo, vuelve a ser bella.

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