Me temblaban las piernas, me sudaban las manos y se me secaba la boca. Y no por este orden, sino todo a la vez. Por si esto fuera poco, tales manifestaciones físicas de mi nerviosismo iban acompañadas por esa incontrolable e incesante sensación de tener mariposas revoloteando en el estómago, sensación que iba aumentando a medida que me acercaba a mi destino. Hasta tal punto llegó que pensé que no eran mariposas, sino una bandada de patos lo que se movía en mi interior. Sin embargo, aún a pesar de tal alboroto corporal, mi apariencia demostraba una entereza y una calma que estaba a años luz de sentir.
Cuando el coche aparcó frente al centro penitenciario, tuve la certeza de que los patos habían dejado de volar y se habían amotinado en la boca de mi estómago. Ni siquiera un guisante habría pasado por allí.
Pero no estaba yo para pensar en comer, cuando precisamente era a mí a quien se comían los nervios.
Se detuvo el coche y creo que mi respiración también. Como pude, y entablando una batalla con mis temblequeantes piernas que se resistían a ello, me apeé. Frente a mí se levantaba el centro penitenciario de Brians 1, un impresionante y vasto complejo situado en plena naturaleza y cuyo aspecto moderno y funcional en nada daba a entender que se trataba de una cárcel. Y frente a él estaba yo, a punto de entrar y preguntándome como había podido llegar hasta ahí.
A ver, a ver…un momento. Antes de seguir con la historia quiero hacer una aclaración, para evitar malentendidos. Ni yo iba enmanillada, ni el coche en el que viajaba se abría paso con una sirena ni la persona que lo conducía llevaba uniforme policial. De lo expuesto, pues, es evidente que iba por voluntad propia y, puesta a despejar dudas, formando parte de un proyecto solidario. Ya, en última instancia, empujada también por un reto personal.
Aclarado este punto, y espero que ya libre de toda sospecha por parte de quien me lea, sigo.
Me encontraba tan fuera de lugar como una monja en una discoteca y hecha un mar de dudas me seguía preguntando, por enésima vez, como había cometido la locura de implicarme en ese proyecto y porque no me había negado. Estaba haciendo algo que me había seducido desde el primer momento y, sin embargo, sentía verdaderas ganas de huir. Estoy convencida de que hasta el mismísimo Freud hubiera tirado la toalla.
El proyecto en cuestión, ese que ahora me llevaba a adentrarme en el sicoanálisis, no era otro que el de fomentar la poesía y potenciar el placer de escribir entre las reclusas de esa cárcel, participando como una de las dos invitadas a un acto en el que ellas recitaban sus obras y en el que, libremente, tomaban parte todas cuantas tuvieran afición a este género literario. Era un proyecto hermoso, con un objetivo claramente cultural y solidario, motivo por el cual acepté colaborar en él. Hasta aquí todo bien. Pero a partir de aquí, todo mal.
Mal, porque eso implicaba mi intervención leyendo algunas de mis poesías, junto con Candela, la otra invitada y la culpable de que yo estuviera allí, la causante de que en ese momento me estuviera planteando seriamente un repentino ataque de apendicitis. Buena amiga, la apendicitis no, Candela, excelente poetisa y con grandes dotes de persuasión, me había convencido para embarcarme en algo que nunca en mi vida había hecho y que me causaba verdadero pánico. Hablar en público. Mejor dicho, lo había hecho el día de mi boda pero, evidentemente, ni las circunstancias eran las mismas ni los asistentes tampoco.
Seguía dándole vueltas a lo de la apendicitis cuando caí en la cuenta de que ya me la habían extirpado a los quince años.
Así pues, y sin otra urgencia en mente a la que apelar, opté por armarme de valor hasta las cejas y seguir hasta el final, aunque para mí aquello ya casi lo era. Mis piernas seguían en tal estado de flojera, que más que llevarme a mí, las arrastraba yo a ellas.
Entramos en el recinto en donde, acompañadas por una celadora, iniciamos un largo desfile a través de un sinfín de controles. En uno dejo el bolso, en otro dejo el carnet de identidad, en aquel otro firmo y en el de más allá vuelvo a firmar. En el último me cuelgan un distintivo y ya sin nada más de que desprenderme a no ser que fuera de la ropa, nos dirigimos al Auditorio del Centro, lugar donde tendría lugar el acto poético.
Mientras iba hacia allí, durante un interminable recorrido por pasillos y más pasillos, descubrí que a todas las mencionadas alteraciones físicas, síntomas de mi estado nervioso, tenía que añadir una más. El escalofrío que recorríó mi cuerpo al escuchar, a mis espaldas, puertas y más puertas que se iban cerrando sin posibilidad de volverse a abrir.
Se apoderó de mí la angustiosa sensación de estar encerrada, aún a pesar de que las instalaciones eran claras y espaciosas y de que en nada recordaban a una cárcel. Saber que la posibilidad de salir era nula, me angustiaba. No tenía miedo, en absoluto, pero percibía cuan triste y a la vez asfixiante puede ser la ausencia de libertad, sin probabilidad alguna de ir más allá de un espacio delimitado y vigilado, a pesar de que ese espacio esté ornamentado con árboles y flores y cuente con un amplio equipamiento deportivo y cultural. La cárcel, aunque se vista de seda, cárcel se queda.
Y en esas cavilaciones andaba yo cuando, al fin, llegamos al Auditorio. Había logrado mantener a raya a mis piernas cuando tuve que vérmelas con mis pies, que ya se disponían a poner tierra de por medio entre aquel teatro y yo. Tuve que apelar a mi racionalidad para detenerlos, tal era el pánico que me invadió al ver cuan grande era. Obedientes, acataron la orden y siguieron adelante, cruzando un todavía vacío patio de butacas, hasta llegar al escenario.
Allí, Antonio, el promotor de ese proyecto y a la vez organizador del acto, el dueño de un gran corazón entregado al voluntariado, el culpable, junto con Candela, de que yo estuviera en aquel lugar, ultimaba los detalles con Lucas, un muchacho que también participaba en el acto y que, más tarde, demostraría ser un artista de la cabeza a los pies, pasando también por el corazón.
Pero no solo el miedo al fracaso o al ridículo más espantoso me corroía por dentro como carcoma. Había una cuestión meramente técnica, pero de vital importancia para mí, que acrecentaba mi desasosiego y esa cuestión era la iluminación del escenario. La precisaba al estilo de Broadway para que mis miopes ojos pudieran leer el texto de mis poesías que ya, en previsión a ello, había impreso en tamaño extra grande. Tan grande, que las letras se salían, casi, por los bordes del papel. Con ese temor, pues, subí al escenario a fin de comprobar si la luz de los focos era suficiente para mis ojos de topo.
Mis temores no eran infundados. No veía ni torta.
El atril estaba colocado de tal forma que, con la luz a mis espaldas, mi propia sombra me impedía leer. Intuí un inminente ataque de pánico y decidí actuar con rapidez. Cual diva caprichosa y exigente, moví y removí el atril de posición hasta que al fin encontré la adecuada. Bajo promesa de que permanecería inamovible en su nueva ubicación, bajé del escenario preparada para el siguiente calvario. Esperar a que entrara el público.
Durante la interminable espera, Antonio nos comentó la trayectoria del espectáculo, cuya duración prevista era de tres horas. La primera correría a cargo de Lucas y, acto seguido, vendría el turno del recital poético. Eran diez las reclusas que participaban en él, por lo cual sugirió dividir las intervenciones en dos grupos de cinco, encabezando Candela uno y yo el otro. Y así, sucesivamente, hasta las siete de la tarde, hora en que se daría por finalizado. Una vez puestas al corriente, solo quedaba por concretar cual de nosotras precedería al primer grupo a fin de hacer la presentación, que también corría a cargo de él.
Se hizo un silencio sepulcral mientras Candela y yo nos mirábamos. Las dos abrimos la boca, pero ninguna decía nada. Y Antonio esperaba.
Fue entonces cuando hice algo de lo que, minutos más tarde, me arrepentiría. Presa de la ansiedad provocada por los nervios, que casi siempre me lanza a decir tonterías, dije: “Yo. Yo seré la primera”.
Me sentí como Agustina de Aragón y, a la vez, como una estúpida. Sin lugar a dudas, conmigo Freud se hubiera hecho el harakiri.
Ya sin vuelta atrás de mi acción kamikaze, decidí salir fuera del Auditorio a fumar mi último cigarrillo antes de que comenzara el acto. Paquete de tabaco en mano, enfilé el pasillo del teatro hacia el exterior.
Y fue entonces cuando lo oí.
Al principio era un tenue y lejano murmullo, pero en cuestión de segundos se convirtió en tal bullicio, que creí se trataba de un motín. Era cada vez más cercano y venía en dirección al Auditorio. Por un momento pensé que esa sería una razón de peso para que se cancelara el espectáculo y así, librarme de hablar en público.
Me regañé a mí misma por imaginar semejante tontería.
Como si hubieran pisado cola de impacto, mis pies se quedaron pegados al suelo mientras mis ojos, aún a pesar de no ver bien, se abrían como platos para comprobar, horrorizados, que aquel griterío provenía de docenas y docenas de hombres que, como salidos de la nada, iban haciendo su entrada en el teatro. Pasaban por mi lado uno tras otro y, cortésmente, me saludaban y tomaban asiento.
Y yo, petrificada en el pasillo.
Mis neuronas hicieron acopio de todos sus recursos para intentar averiguar qué parte del guión me había perdido. O yo había sido abducida en un momento determinado o bien todos esos reclusos se habían equivocado de destino.
¿¿No era aquello una cárcel de mujeres??
Despegué rápidamente los pies del suelo y como un meteorito me dirigí hacia donde se encontraba Candela, que sabía tanto de aquello como yo. Es decir, nada.
Antonio nos sacó de dudas. Y a mí, además, de quicio.
Constaté que, efectivamente, no solo yo sino también Candela había sido abducida y que, por ese motivo, no nos habíamos enterado de un pequeño detalle. La cárcel no era solo de mujeres, sino mixta y la Dirección del centro, a última hora, había acordado que los hombres también podían asistir. El “pequeño detalle” adquirió entonces para mí la magnitud de drama y, debido a esto, tuve que añadir a mi ya larga lista de alteraciones físicas una más. El sudor frío que invadió mi cuerpo mientras la riada de reclusos no cesaba. Recordé las poesías que, especialmente seleccionadas para un público femenino, aguardaban en mi carpeta para ser leídas.
Como siempre, había dado en el clavo. Pero antes me había pillado los dedos.
Tomé de nuevo el camino, bruscamente interrumpido por la avalancha masculina, hacia el exterior del teatro y, más que fumar, devoré el ansiado cigarrillo. Cuando regresé al interior, ya el patio de butacas estaba poblado de barbas, bigotes y calvas. Y las mujeres seguían sin aparecer.
A veces nos ganamos a pulso la fama de llegar siempre tarde.
¿¿Dónde estaban las reclusas??
Como respondiendo a mi pregunta pocos minutos después, por fin, hacían su entrada en el recinto. Tal era el alboroto y las risas que las precedían que supuse serían tantas o más que sus compañeros masculinos y pensé, esperanzada, que finalmente el número de hombres y mujeres quedaría equilibrado.
Mi esperanza se diluyó totalmente cuando comprobé, con horror, que tan solo se trataba de un reducidísimo grupo de mujeres. Tan reducido como mi estado de ánimo. Eso sí, eran pocas pero se hacían notar.
Como si nos conocieran de toda la vida se acercaron a nosotras, obsequiándonos con besos, abrazos y una ternura que me reconfortó el espíritu y que agradecí enormemente. Una a una, se iban presentando y juro que pensé que, solo por ese momento, ya había valido la pena llegar hasta allí. Fue como un oasis en medio del desierto. Un hermoso paréntesis que se cerró repentinamente cuando Antonio subió al escenario para anunciar que empezaba el espectáculo. Lo bello siempre suele ser breve.
Se apagaron las luces y en primera fila Candela, yo y las diez reclusas. Miré de reojo hacia atrás y, esta vez, se me erizaron los pelos de la nuca.
Ese día, mi cuerpo hacía gala de todas sus posibilidades.
El teatro, con un aforo para cuatrocientas personas, no estaba lleno. Calculamos que habría unas doscientas cincuenta, pero para mí era como si la humanidad entera se hubiera concentrado en ese lugar. Entre el enjambre de hombres podía distinguir alguna que otra cabellera rubia y alguna risa claramente femenina pero, aún así, llegué a la conclusión de que esa teoría de que a cada hombre le corresponden siete mujeres es rotundamente falsa.
Como casi siempre, las estadísticas mienten.
Lucas ya estaba en el escenario, iniciando lo que sería una magnífica actuación. Me quedaba una hora por delante para intentar relajarme y mantener los nervios a raya. Tragué saliva y deseé que se detuviera el reloj, como en aquel famoso bolero. Y al tragar saliva percibí la boca más seca que la mojama.
Yo, adicta irrecuperable a la Coca-Cola, por primera vez en mucho tiempo sentía la imperiosa necesidad de beber agua. Si no lo hacía pronto, empezarían a crecerme cactus en la lengua. Desesperada, busqué con los ojos una triste botella que llevarme a la boca, pero lo único que me llevé fue una decepción. Estaba más claro que el agua, esa que tanto precisaba, que ahí nadie bebía.
Negro, tan negro como el bigote del recluso que se sentaba detrás de mí, lo tenía. Una vez más, acudí a Antonio para implorarle un poco del líquido elemento. La respuesta me dejó más seca de lo que estaba; no se permitía, por cuestiones de seguridad, entrar botellas en el teatro. Resignada a sufrir una deshidratación, asentí con la cabeza. Me hubiera sido imposible articular una palabra, pues a esas alturas tenía ya la lengua pegada al paladar.
Pero la misericordia de Dios es infinita y la bondad de Antonio, constaté, también. Al cabo de unos minutos, uno de los guardias que vigilaban el interior del teatro, se acercó a mí con una enorme botella de agua en sus manos. Se la agradecí tanto como si me hubiera obsequiado con un lingote de oro. Ante mí se abrió el cielo, que creía cerrado por vacaciones, al mismo tiempo que se abría mi boca para saborear la más deliciosa de las aguas que jamás había bebido. Fue amor a primera vista lo que surgió entre la botella y yo, que a partir de ese momento nos hicimos inseparables. Ni por la cabeza se me pasó, en tal estado de enamoramiento, que tanto líquido, tarde o temprano, me acabaría pasando factura en forma de urgencia.
Ya colmada mi sed decidí relajarme, apartar la vista de la botella y ponerla, la vista, en el escenario donde Lucas, ya en plena actuación, había conseguido meterse al público en el bolsillo, igual que lo hizo conmigo. Los presentes, alborotados con un espectáculo que alteraba la rutina de sus días y en el que también participaban, se reían, hablaban entre sí y era tal su algarabía que, en más de una ocasión, Antonio tuvo que pedirles mantuvieran silencio, algo que fue imposible de conseguir.
Ante semejante jolgorio, de nuevo maldije mi insensata decisión de ser la primera. ¿Quién haría callar a toda esa gente, algo gritona, en plena diversión y con ganas de juerga? ¿Yo, con mis ridículos versos? Me imaginé en el peor de los fracasos y me tiré a la bebida para ahogar mis penas que, a esas alturas, estaban ya anegadas. Creo que se me estaba poniendo cara de Bob Esponja.
Como era de esperar y a pesar de mis deseos, el reloj no detuvo su camino y, tras una hora de incansable actuación, llegó el final de la intervención de Lucas.
Sentí que también era mi final cuando Antonio, de nuevo en el escenario, le despedía entre aplausos y anunciaba la participación en el acto de “dos señoras”, momento en el cual, una vez más, volví a sentirme ridícula y fuera de lugar.
El corazón me latía tan fuerte como el tono de voz con el que Antonio pronunciaba mi nombre. En ese momento rocé la taquicardia.
Un cariñoso apretón en el brazo por parte de Candela, acompañado de un “¡suerte!” y me levanté.
Pude imaginarme como debió sentirse María Antonieta al subir al cadalso, mientras detrás mío sonaban los aplausos y mis neuronas se afanaban en ordenar a mis pies que no cometieran el desatino de resbalar por la escalera que subía al escenario y, una vez allí, esquivaran con un mínimo de soltura la maraña de cables que se extendía por el mismo. Era mucho trabajo para ellas, lo sé, pero superé la prueba. Creo, incluso, que con nota.
Ahí estaba yo de pie, frente al atril y poesía en mano, oyendo ya los últimos aplausos hasta que se hizo el silencio y supe que había llegado la hora de la verdad.
Respiré hondo, abrí la boca y dije “Calma”, que era el título de mi poesía y, a la vez, un mensaje que me lanzaba a mí misma.
Había conseguido pronunciar cinco letras seguidas y con voz firme. Si el resto iba mal, siempre me quedaría el recuerdo de ese momento. Dejé pasar unos segundos que me parecieron siglos y empecé a leer.
Escuché mi propia voz, por primera vez en mi vida, a través de un micrófono. Me pareció que sonaba nítida y clara y que llegaba a todos los rincones del teatro... Seguí adelante, desgranando uno a uno los versos de mi poesía y, a medida que avanzaba en ella, sentía con asombro que me iba afianzando en mí lectura. O yo me había quedado sorda, algo totalmente imposible pues me estaba escuchando, o el silencio en el Auditorio era total…
¡Me estaban prestando atención!
Completamente sorprendida de mí misma, logré olvidarme de esos doscientos cincuenta pares de ojos que me observaban y el mundo quedó reducido a mi poesía y yo. Mi voz no temblaba ni me atrabancaba con las palabras. Todo fluía pausadamente y hasta mi corazón había ralentizado sus latidos. Ni en el mejor de mis sueños me lo hubiera imaginado, pero ahí me encontraba, de pie en un escenario, venciendo la batalla a mi miedo escénico y, algo impensable dos horas antes, con una sensación casi placentera que me cosquilleaba el ánimo y le hacía sonreír. Ya al final de mi lectura, tuve incluso el atrevimiento de, por primera vez, mirar directamente al público.
Apenas pasaron dos segundos cuando una lluvia de aplausos sonaba como música celestial en mis oídos. Ni la novena sinfonía, dirigida por el mismísimo Beethoven, me hubiera parecido tan bella. ¡Me habían escuchado, me estaban aplaudiendo y puede que incluso a más de uno le hubiera gustado!
Se me volvió a disparar el corazón al bajar del escenario, mientras sonaban los últimos aplausos, pero esta vez lo aceleraba la satisfacción que sentía al haber superado un reto personal. A pesar de tal euforia anímica, ni por un segundo dejé de mirar en donde ponía los pies, no fuera caso que un inoportuno resbalón o un traicionero traspié pusiera un ridículo final a mi ensoñación. Todavía iba a todo gas mi corazón cuando tomé asiento junto a Candela, que me felicitó por mi intervención.
Juro que si en ese momento me hubiera dejado llevar por mis impulsos, me habría levantado para besar a todos los asistentes. Pero el sentido común, al que esta vez obedecí, me dijo que no me excediera en mi entusiasmo.
El sentido común y la suave presión de una mano sobre mi hombro. Provenía de la fila de atrás.
El del negro bigote. Se acercaba a mi oído para decirme que le había encantado mi poesía, a la vez que me preguntaba si hacía referencia a la violencia de género. Le respondí afirmativamente.
“Es una triste realidad que conozco muy de cerca”, me dijo.
El comentario no me hubiera sorprendido si el interlocutor hubiera sido una mujer pero, en ese caso, me quedé estupefacta. Le miré fijamente a los ojos, intentando descubrir si se estaba burlando de mí, pero vi en ellos un pozo de tristeza que me dejó sin palabras. ¿Me estaba hablando como víctima? ¿Como verdugo? ¿Acaso había sido testigo de cualquier tipo de maltrato a alguien querido? Nunca sabré la respuesta, pues no hubo tiempo para ello. El programa seguía adelante y de nuevo era preciso mantener silencio, pero sus palabras me habían encogido el corazón y creo que las mías, en forma de versos, habían tocado alguna fibra muy sensible del suyo.
Era ahora el turno de cinco reclusas que, creo tan nerviosas como lo había estado yo un rato antes, desfilaban una tras otra por el escenario para compartir sus sentimientos hechos poesía, una poesía que se tejía con palabras sencillas, exenta de lirismos y de metáforas. Palabras que salían del corazón libre de mujeres encarceladas y que revoloteaban por el silencio que envolvía a todos los presentes. Palabras tan sencillas como bellas, y tan bellas como la añorada libertad que se intuía en cada uno de sus versos. Lo importante no era cómo lo decían, sino el qué decían. Por su valentía al desnudar su alma en público, se merecían el más profundo de los respetos. Si en algún momento había cometido el error de prejuzgar a alguien, me arrepentí de inmediato. Los sentimientos no son privilegio de las personas libres y la poesía no sabe de delitos ni de condenas. Vuela libre para anidar en almas sensibles y esa tarde, en ese teatro, la inmensa mayoría de los asistentes le dieron cobijo.
Finalizado el turno de las reclusas, llegó el de Candela que, con mucho más aplomo y soltura que yo, subió al escenario para regalarnos una de sus maravillosas poesías. Las “dos señoras” estábamos dando la talla.
Según el orden preestablecido, cinco reclusas más la siguieron hasta que, de nuevo, me volvió a tocar a mí.
Tan fuerte me golpeaba el corazón en el pecho que creí saldría disparado por el aire. Aún así, subí al escenario con más desenvoltura que antes y pisando algo más fuerte aunque sin excederme, básicamente porque mi vejiga, poco acostumbrada a una sobredosis de agua, reclamaba imperiosamente una visita al baño. Haciendo caso omiso a sus súplicas, de nuevo me coloqué frente al micrófono. Eso sí, con las piernas bien apretadas.
“No me rindo”, dije haciendo mención al título de mi segunda poesía y, de paso, dando una respuesta contundente a mi dichosa vejiga, que me había declarado la guerra y pretendía empañar la euforia con que arremetí mi segunda intervención.
Tan segura me sentía que hasta me permití subir algunos decibelios más mi voz y darle más énfasis a lo que estaba leyendo. Tan a gusto me encontraba, que no miento si digo que habría podido seguir ahí mucho más tiempo, pero hubiera sido temerario por mi parte poner a prueba la paciencia del público y la de mi íntima enemiga que, cada vez con más fuerza, pretendía aguarme la fiesta. Era su venganza por haberla aguado antes yo a ella.
Al acabar, de nuevo los aplausos me endulzaban el oído.
Tras otra ronda de intervenciones que finalizó con Candela, magnífica, Antonio nos comunicaba que el espectáculo debía darse por concluido, puesto que los horarios en el Centro eran muy estrictos y a las siete los reclusos debían estar ya cenando, pero en ese momento una de las reclusas reclamó un minuto más. Quería leer, en nombre de todas, una última poesía dedicada a Antonio y a su desinteresado e incondicional apoyo. Esta vez, la ternura se hacía palabra y el agradecimiento tomaba forma de abrazos. Los que le regalaban a Antonio y los que, más tarde, nos regalaron a nosotras cuando ya en un vacío teatro, nos despedimos con la esperanza de volvernos a ver.
Sé que no estaban allí por nada, que pesaba sobre ellas una condena que deberían cumplir pero no era yo nadie para erigirme en juez ni, mucho menos, para lanzar la primera piedra. La vida y sus circunstancias, a veces, nos conducen por caminos de los que es difícil salir. Solo sé que ese día nos regalaron todo cuanto tenían y que la cárcel no les había podido arrebatar. Calidez, que no es poco. Y con eso me quedo.
Salí a toda prisa del teatro con dos urgencias imperiosas: La de un cigarrillo y la de un baño. Mientras solventaba la primera y buscaba desesperadamente solución a la segunda, se me acercó un recluso que, parecía ser, me estaba esperando. Me felicitó efusivamente y, con cierta timidez, me preguntaba si podía obsequiarle con una de mis poesías.
Otro a quien también le hubiera dado un beso, pero me contuve. “Pero si no soy nadie…” pensé.
Tan agradecida me sentía que, no una, sino todas las que llevaba encima le di. Me bastaron sus “¡muchas gracias!” para verme más que recompensada por tantas horas de inquietud y desasosiego. Cuando Candela también le regaló las suyas supe, sin lugar a dudas, que ese día habíamos ayudado, al menos a una persona, a hacer más llevadero su encierro.
Desandamos lo andado tres horas antes, cruzando de nuevo puertas y más puertas que volvían a cerrarse a nuestras espaldas dejando, tras ellas, un mundo que desconocía y unas vidas que nunca llegaría a conocer. También allí quedaba, flotando libre en el aire, el eco de unas sencillas pero emotivas poesías y que jamás podrán ser encarceladas.
Abandonaba el centro penitenciario con un estado de ánimo muy distinto al que tenía cuando llegué, pero el ruido metálico de las puertas al cerrarse seguía produciéndome escalofríos.
Antes del último control y ya con todas mis pertenencias encontré, al fin, ese espacio privado que tanto anhelaba y en donde mi vejiga y yo nos reconciliamos de nuevo.
Una vez fuera, respiré hondo y aspiré el más embriagador de los perfumes. Había olvidado su aroma, quizás por usarlo a diario. El perfume de la libertad.