Acababa de entrar en vigor la prohibición de hablar por el móvil mientras se conducía. Yo, adicta a interminables charlas telefónicas, recibí la noticia con bastante indiferencia, y pensé: “Bueno… total, a mí no me van a pillar… Si veo a un policía, solo es cuestión de disimular y ya está” .
Con un ligero aire de suficiencia veía como, poco a poco, buena parte de mis amigos y compañeros de trabajo iban cayendo como moscas, multa tras multa, mientras yo me mantenía ajena a tal masacre económica y salía airosa de cualquier situación
comprometida.
Me
autoproclamé “Reina del Disimulo”.
Durante un largo tiempo seguí atendiendo al móvil mientras conducía, sin ningún tipo de problema y con bastante irresponsabilidad por mi parte, máxime teniendo en cuenta que casi siempre viajaba con mi hijo, que entonces tenía ocho años, sentado en el asiento trasero.
Cuando en la distancia divisaba a un policía, me limitaba a avisar al interlocutor de turno, dejaba el móvil en el asiento de al lado y, una vez superado el obstáculo, retomaba alegremente la conversación.
Sí, reconozco que era imprudente por mi parte pero yo me creía muy capacitada para hacer dos cosas a la vez y, sobre todo, para esquivar cualquier dificultad en mi camino que llevara el uniforme de policía de Tráfico.
Eso creía, hasta ese día.
Acababa de parar ante un semáforo en rojo, cuando sonó el móvil.
“Bueno… el coche está parado… De hecho, ahora no estoy infringiendo ninguna norma” me dije. Y tras este rápido razonamiento, por supuesto, respondí.
Con solo oír la voz de quien me llamaba, supe que la conversación iría para largo.
El semáforo cambió a verde y, evidentemente, yo seguía enfrascada en una charla que, además, estaba resultando de lo más divertida.
Tan absorta estaba en ella, entre risas y más risas, que en absoluto me percaté de la presencia del agente de policía que, al parecer, llevaba ya un buen rato haciéndome todo tipo de señas para que me detuviera. Lo vi cuando, finalmente, atravesó su moto frente a mi coche para obligarme a parar.
Con cara de pocos amigos, yo diría más bien que de ninguno, se apeó de la moto y, a grandes zancadas, se dirigió hacia mí. Era evidente que no venía dispuesto, precisamente, a charlar conmigo del tiempo.
“¿Qué has hecho, mamá?”, preguntaba una vocecita desde el asiento de atrás.
Como un rayo, lancé el móvil al asiento de al lado. Mi interlocutor, inmerso en un largo monólogo, seguía hablando sin saber que yo ya no le escuchaba.
Bajé el cristal de la ventanilla y el policía metió, literalmente, su cabeza en el interior del coche. Tras un “Buenas tardes” rápido e ininteligible, me lanzaba la pregunta del millón: “Señora (y el tono de ese “Señora” ya me sonó a sentencia), no sabe Ud. que está terminantemente prohibido utilizar el móvil mientras conduce?”
Aún a pesar de tan negro panorama, recurrí a la mejor de mis sonrisas y a la más inocente de mis caras para contestarle: “¿Móvil?… ¿qué móvil? Si yo no hablaba con nadie…”
Desde el asiento de al lado, y desbaratando mi estrategia, una voz aullaba desde el teléfono: Núriaaaaaaaa… Núriaaaaaaaa… ¿estás ahí???? Contestaaaaa…. ¿te ha pasado algo???? Núriaaaaaaaa….
En mi cara de total inocencia se heló la mejor de mis sonrisas.
El agente, con la prueba del delito servida en bandeja, se limitó a señalar el móvil, que seguía vociferando. “Ese. La vengo siguiendo desde el semáforo y lo he visto perfectamente”.
Seguí manteniendo mi cara de angelical inocencia mientras, en un segundo intento, recurría a la consabida frase de: “Bueno… deje que le explique… Verá, estaba a punto de colgar y…”
Y me callé. Estaba claro que mis explicaciones no lo interesaban lo más mínimo porque ya había terminado de rellenar la multa.
Me la colocó delante de las narices.
“¿Estooooooo????” exclamé, ahora con cara de susto, cuando vi el importe de la sanción.
“Esto”, respondió seca y escuetamente. Por usar el móvil y por mentir a la policía. Y ahora circule, por favor”.
Mi cara volvió a sufrir otra transformación, esta vez para pasar a la de boba. Tanto, como el importe de la multa que no dejaba de mirar fijamente.
Todavía en estado de shock, corté la comunicación del móvil sin decir una palabra a mi interlocutor que, a esas alturas, supuse había estado al corriente de la conversación y mantenía el más absoluto de los silencios.
Me apresuré en abandonar rápidamente el arcén en donde estaba parada, no fuera caso de que regresara de nuevo el agente y me sancionara por segunda vez, ésta por estar mal estacionada.
Nuevamente la vocecita de mi hijo, que había permanecido en respetuoso silencio ante la autoridad, me interrogaba desde el asiento trasero: “¿Te han puesto una multa, verdad?”
“Pues sí”, le contesté.
“Y porqué?”, seguía con el interrogatorio. Era evidente que quería llegar al fondo de la cuestión.
Y entonces pensé que, como de todo lo malo se puede sacar algo bueno, y aunque yo no había sido el mejor ejemplo, era una buena ocasión para recordarle a mi hijo lo que no se debe hacer.
“Pues por hablar por el móvil, que está prohibido, y por mentir. Algo que tú nunca debes hacer porque las mentiras, tarde o temprano, se descubren. Y a veces mentir te puede costar muy caro”.
Y ya para mí pensé: “¡Y vaya si cuesta caro!”
El móvil volvía a sonar insistentemente. Sin apartar la vista del volante, lo apagué.