viernes, 26 de noviembre de 2010

Un agradable respiro...


Mis queridos amigos,

De nuevo me tomo un respiro, porque creo que la ocasión bien se lo merece…
A este mundo mío de pequeñas y grandes cosas, el próximo 3 de Diciembre le añadiré una más, grande, muy grande…
Voy a casarme con la persona que tiene la paciencia, día a día, de soportar mi malhumor matutino, mis continuas meteduras de pata… la persona que me acepta tal como soy, empeñada en escuchar solo a mi corazón y haciéndole oídos sordos a la razón y a la lógica… la persona que, aunque muchas veces no me entiende, siempre me comprende.
Alguien que, para estar conmigo, tuvo la valentía de lanzarse al vacío, sin red, y emprender la aventura de compartir su vida con esta aprendiz de todo y licenciada en nada, que vive para vivir y que nunca perdió, por el camino, a esa niña que un día fue...
Y con esa ilusión, casi infantil, quiero compartirlo con vosotros, mis amigos y seguidores, dejando de nuevo, por una temporada, mi blog en vuestras manos, que es donde mejor puede estar.
Sé que lo cuidaréis con el mismo cariño que yo os tengo y, con este cariño, brindaré por vosotros el próximo día 3.
Hasta mi vuelta, os dejo mi más cálido abrazo!

Núria

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mi reflejo

Me miro en el reflejo de tus ojos,
silente amiga, intangible y lejana,
cómplice fiel de mis risas y enojos.

Esquivo tu mirada, en la mañana,
que me observa con evidente enfado
y, en silencio, reprocha la desgana

con que dejo el etéreo mundo alado
de mis sueños, en brazos de Morfeo,
y me enfrento al mundo y sus tinglados.

Dame algo más de tiempo, cuchicheo,
que para despertar no tengo prisa
y tú tampoco, que en tus ojos lo leo.

Me acerco hacia ti, lenta e indecisa,
mientras mi boca, vaga e indolente,
con timidez te lanza una sonrisa.

Y por fin, frente a frente, sonrientes,
nos animamos a comenzar el día,
mi vieja amiga y leal confidente.

Y te lanzo un guiño en el espejo
que al instante, burlona, me devuelves
porque yo soy tú, y tú mi reflejo.
Safe Creative #1011177868361

martes, 9 de noviembre de 2010

Quimera

Esta noche te secuestro y te hago mío,
te convierto en mi rehén, dulce confite,
para a solas saborearte en mi escondite
mientras, voraz, mi hambre en tí sacio.

Con suave lazo bordado de ternura
a mi boca te ataré y con mis besos
de mi amor conseguiré hacerte preso
y robarte la razón y la cordura.

Será inútil, mi amor, pedir clemencia
o una tregua a esta batalla del deseo,
no te resistas porque en tus ojos leo
un mensaje de pasión y de impaciencia.

Deja que sean mis brazos las cadenas
que te amarren a una noche de excesos
y mis dedos, juguetones y traviesos,
los verdugos de esta ardiente condena.

De tu cuerpo comeré a dulces bocados,
beberé de tu sudor hasta embriagarme
y aún sabiendo que no llegarás a amarme
sé que a mi piel quedarás encadenado.

Esta noche soy tu amante y carcelera
en la prisión de mi loca fantasía,
de donde escapas al llegar el día
y de nuevo te conviertes en quimera.
Safe Creative #1011087799915

lunes, 1 de noviembre de 2010

Sin pies ni cabeza

Era una de esas tardes de invierno en que la lluvia poco o nada invitaba a salir de casa. Enfundada en mi chandal y mis zapatillas afelpadas, llevaba ya un buen rato con la nariz pegada al frío cristal de la ventana, viendo caer una lluvia suave y constante.
Hubiera podido pasarme horas contemplando tan relajante espectáculo, pero temiendo un repentino ataque de melancolía o un principio de congelación en la punta de la nariz, decidí apartarme de la ventana y ocuparme en algo más productivo.
Por un momento, afortunadamente breve y sin mayores consecuencias, cruzó por mi mente la idea de dedicarme a las tareas de casa, pero la deseché de inmediato porque, básicamente, no tenía ningunas ganas.
A decir verdad, me sentía como un gato encerrado.
Pero, bien pensado… ¿qué gato estaría deambulando por la calle con ese tiempo de perros?
Me sonreí con mi juego de palabras y eché de menos el no tener a nadie cerca que se riera conmigo.
Si es que le hubiera hecho gracia la bobada que se me acababa de ocurrir, claro.
Entonces caí en la cuenta de que necesitaba hablar con alguien.
Sin embargo, sola en casa, las posibilidades eran bastante limitadas porque me sentía tan perezosa que, cosa rara en mí, la pereza me alcanzaba hasta la lengua, órgano imprescindible para la comunicación verbal. También mis dedos parecían haberse declarado en huelga de celo para marcar algún número de teléfono e iniciar una charla interminable con alguna de mis amigas.

Ante semejante perspectiva, valoré otras alternativas.
Podía ponerme a hablar con el reloj de pared, pero dí por sentado que sus intervenciones se limitarían a un aburrido y reiterativo tic tac. También podía hablar conmigo misma, pero ya me lo tenía todo dicho.
Así pues, descarté de inmediato las dos opciones porque, francamente, eran una soberana tontería.
Y en esa tesitura estaba yo, con todas mis posibilidades de diálogo agotadas, cuando tuve una genial idea.
O al menos eso creí en ese momento.
¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Me puse manos a la obra, que consistía en algo tan sencillo como cambiar de ventana.
No, no me había trastocado. No pensaba en darme un paseo por todas las ventanas de la casa. Se trataba, simplemente, de pegar mi todavía helada nariz a otra ventana muy distinta, la cual me permitiría asomarme al exterior sin riesgo de mojarme y cómodamente sentada en una silla. Una ventana que, cada vez que la abría, me ofrecía siempre un paisaje nuevo y un infinito por explorar.
La ventana de Internet.
Ni corta ni perezosa, mejor dicho… perezosa sí, y mucho, conecté el ordenador, empeñada en hablar con alguien aunque fuera utilizando un teclado.
Me encaré con mis dedos, todavía en huelga de celo, y los puse a trabajar velozmente. A la misma velocidad con que me zambullía en un chat. El primero que encontré.
Me tiré de cabeza en él, con la esperanza de poder encontrar alguna persona que quizás, tan aburrida como lo estaba yo en esa tarde lluviosa, necesitara desesperadamente comunicarse con otro ser humano.

Pensé que la inclemencia del tiempo propiciaba el entablar una charla sosegada y tranquila, puede que algo profunda, sobre lo humano y lo divino o sobre la insoportable levedad del ser…
Recapacité y me dí cuenta de que esa idea era totalmente absurda porque bien podía ser que mi posible interlocutor o interlocutora vivieran al otro lado del mundo y, de ser así, posiblemente estarían disfrutando de un tórrido verano.
En cualquier caso, fuera verano o invierno, esa hipotética charla podría ser el comienzo de una gran amistad. Por una asociación de ideas, me vino a la cabeza la película “Casablanca” y me sonreí, mientras empezaba a tararear “El tiempo pasará”.
Y, efectivamente, el tiempo pasaba pero solo había conseguido tener un par de conversaciones banales, todas con personas del sexo contrario, y que en más de una ocasión me plantearon serias dudas acerca del coeficiente intelectual de mi interlocutor.
Ya con una sobredosis de sandeces en mi cerebro, llegué a la triste conclusión de que ese día no tendría lugar el comienzo de esa gran amistad. Por el contrario, lo que sí ya había comenzado en mí era tal sopor, que mi cabeza, vencida por el aburrimiento, empezaba a ladearse peligrosamente sobre el teclado, a la vez que los continuos bostezos me impedían seguir tarareando.
Decidí, pues, que ya era hora de hacerle un favor a mis posaderas y a mis neuronas, y me dispuse a cerrar esa ventana para volver a la de toda la vida.
A punto estaba de hacer el definitivo “clic” en el ratón cuando una pequeña ventana se abrió ante mí. Alguien con un impronunciable y extrañísimo seudónimo quería hablar en privado conmigo.

Dudé. Mi dedo se quedó, inmóvil, a medio camino del “clic”. La lógica me decía que esa charla no sería distinta de las anteriores pero la lógica y yo nunca hemos sido buenas amigas.
Así pues, ganándome ya por completo su enemistad, dí marcha atrás a mi dedo y contesté.
Y con la efímera ilusión de que la tarde no estaba todavía perdida, respondía a ese escueto “Hola” con el que alguien me saludaba mientras yo, de nuevo, retomaba el tarareo interrumpido.
Una vez más, mi interlocutor era un hombre, lo cual me llevó a cuestionarme si esa tarde, sin yo saberlo, habían desaparecido todas las mujeres del planeta y yo era la única superviviente sobre la faz de la tierra.
Como era de preveer, las tópicas preguntas de rigor fueron cayendo una a una, a las que por enésima vez fui respondiendo como si de una encuesta se tratara: Nombre, edad, país…
Curiosamente, éste no preguntaba por mis medidas, cosa que agradecí en mi extrañeza, ya que esa tarde tenía la sensación de haber topado con el gremio de sastres en pleno y yo, harta de la inevitable pregunta, tenía ya preparada la respuesta que le había dado al último que se había interesado por mis centímetros…
” ¿Es que quieres hacerme un traje a medida?”
Bien, por ahí íbamos bien. Al menos, había algo que lo diferenciaba de los demás. Hasta podría ser que hubiera dado con todo un caballero.
De nuevo, asociando ideas, me vino a la mente “Oficial y caballero” y, entusiasmada, me puse a tararear el tema de amor de la película, dejando de lado “Casablanca”.
Era evidente que esa tarde mi memoria estaba cinéfila.
El interrogatorio estándar estaba llegando a su fin y daba comienzo la parte que podía ser más interesante, en donde vería la trayectoria que tomaba la conversación y empezaría a hacerme una idea de cómo era aquel que estaba al otro lado del monitor.
La entrada en la parte “más interesante” no pudo ser más impactante.
Tanto, que de nuevo mi tarareo se vio interrumpido, pero esta vez no por los bostezos, sino porque me había quedado con la boca abierta.

“¿Cómo son tus pies?” me preguntaba.
Releí.
¿¿¿Había preguntado como eran mis pies????
Pues sí. Ahí estaba la pregunta esperando respuesta.
Vale. Había topado con otro gremio. Ahora era el de fabricantes de zapatos.
Si insólita me parecía la pregunta, más insólita fue mi reacción, al bajar la vista hasta el suelo buscando mis extremidades inferiores y mirándome los pies como si fuera la primera vez que los veía en mi vida.
Me sentí bastante estúpida.
“Pueees… psé… normales… uno tiene un juanete…” contesté, intentando darle un tono desenfadado a tan extraña pregunta.
Y no mentía en lo del juanete.
Pero él iba en serio.
“Eso no me importa” respondió, mientras yo intentaba descifrar qué había querido decir exactamente con ese “me”.
Y mientras yo buscaba una respuesta, sin encontrarla, él seguía.
“…muchas veces la imperfección es más bella que lo extremadamente perfecto” continuó.
“Ya…” respondí en un alarde de inspiración.
“¿Qué número usas de zapatos?” siguió.
Lo dicho. Era fabricante de zapatos. Con un poco de suerte, pensé, igual me regalaba un par.
“Pues… un 38. Pero, oye… ¿porqué me lo preguntas?” le dije.
“Mmmmm…..” fue todo lo que obtuve por respuesta.
Sin haber aclarado todavía el significado de su “me”, intentaba ahora averiguar qué quería decir ese “mmmmm….”
Tuve la sensación de que se me estaba poniendo cara de boba.

Y él proseguía.
“¿Qué llevas puesto ahora?”
¡Ajajá! ¡Lo sabía! ¡Sabía que tarde o temprano llegaría esa pregunta! Con un extraño rodeo, pero había acabado en donde acababan casi todos. Dí por sentado que la siguiente pregunta sería saber si tenía web cam.
De ningún modo quería darle pie, única parte de mi anatomía que le interesaba, a que por su cabeza pasara cualquier imagen erótica pero, de ser así, seguro se esfumaría tan pronto le detallara mi antilujuriosa vestimenta.
Convencida de ello e imaginándome su decepción, sonreí maquiavélicamente y comencé a responderle:
“Pues mira, llevo un chandal de color…”
No me dejó continuar.
“¡No, no! ¡Eso no me interesa! Me refiero a qué llevas puesto en los pies...”
Al igual que antes con el tarareo, ahora se me cortaba de golpe la risa.
Cuando me descubrí a mí misma mirándome de nuevo los pies y observando, como si fuera también la primera vez que las veía, mis afelpaditas zapatillas a cuadros, tuve la certeza de que había subido un escalafón más en la escala de mi propia estupidez.
“Pues llevo unas zapatillas de andar por casa y… ” empecé a contestarle.
Volvió a interrumpirme. Parecía ser que las características técnicas de mis zapatillas le importaban un comino.
“Mmmmm….” fue de nuevo su respuesta, mostrándome una vez más su riqueza dialéctica.
Y continuaba con su interrogatorio, mientras la siguiente pregunta me dejaba a cuadros, como mis zapatillas, y sentía que me ponía roja de indignación. La nariz, un par de horas antes congelada, ahora me ardía…
“¿Llevas los pies limpios?”
Eso no me podía estar pasando a mí. Seguro que todo aquello era una broma, quizás una cámara oculta virtual y, de un momento a otro, ese tipo me diría que aquella conversación se estaba grabando para “You Tube” y nos echaríamos unas buenas risas.

Pero no. No parecía tratarse de una broma, porque él me repetía la pregunta:
“¿Llevas los pies limpios?”
Todo hubiera sido tan fácil como poner fin a esa conversación con un simple “clic” pero lo confieso, la curiosidad, esa íntima amiga desde mi más tierna infancia, tiró de mí y me dejé llevar.
Decidí seguir adelante para ver a donde me conducía tan kafkiano diálogo.
“¡¡Por supuestísimo que los llevo limpios!! ¡Soy persona que se ducha a diario!”, le contesté tecleando en mayúsculas, para hacerle evidente mi enfado ante semejante pregunta.
“No te molestes, por favor… te lo digo porque a mí no me importa…” respondió.
De nuevo el dichoso “me”.
¿Y qué me importaba a mí que a él no le importara?
“¿Que no te importa para qué? ¿Puedes aclararme de qué va todo esto?” le dije mientras mis dedos, que ya hacía horas habían abandonado su huelga de celo, más que teclear, aporreaban el teclado.
Y me lo contó.
“Verás… lo que más me excita del cuerpo de una mujer son sus pies. Y no me importa si están limpios o no. Es más, si huelen un poco, todavía me excito más…” me confesaba sin cortarse un pelo.
Mi boca estaba tan abierta que se me secó la gola. Con la mirada fija en el monitor y los dedos, ahora paralizados, sobre el teclado, debía tener el mismo aspecto que una momia egipcia.

Había conocido en mi vida a hombres con determinadas fijaciones de tipo sexual, pero hasta ese momento no había topado todavía con ninguno cuyo objeto de deseo fueran los pies femeninos.
Bueno, pues ahí estaba, al otro lado del monitor e imagino que fantaseando acerca de mis pies, inocentes y ajenos a cuanto podían despertar en la cabeza de aquel tipo.
Tardé un par de minutos en volver a poner en marcha mis dedos para, al fin, responderle:
“Pues, verás… a mí los pies, como que ni fu ni fa…”
Observé que se me estaba contagiando su riqueza lingüística.
“¡Eso es porque no lo has probado!” siguió, entusiasmado, cosa que deduje por la frase escrita en mayúsculas.
Me pregunté qué era lo que tenía que probar.
Él ya estaba lanzado.
“Oye… ¿tienes zapatos de tacón de aguja? siguió preguntando.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Bueno, sí. Pies sí que tenía. Los míos.
Otra vez la curiosidad me guiñaba el ojo y me animaba a seguirla. Como casi siempre, sucumbí.
Ahora ya me movía un interés casi científico.
“¡Pues claro!” respondí, mientras recordaba que la última vez que me los puse ellos y mi juanete libraron tal batalla que terminaron por arruinarme una noche que prometía ser maravillosa.
Como castigo, los zapatos habían sido relegados al fondo del zapatero. Desgraciadamente, no pude hacer lo mismo con mi juanete.
“¿Porqué no te los pones? Andaaaaa… por favor…”
Ahora, casi me suplicaba.
Esta vez mi pasmo se convirtió en carcajada.
¿¿Cómo iba a ponerme unos zapatos de tacón estando en casa?? ¿Hasta donde quería llegar?
Me parecía ya el colmo del absurdo pero, incluso en esa situación, la coquetería metió baza en mi subconsciente.
“Zapatos de tacón con el chandal… ¡Vaya facha!” pensé.
Y esta vez fue una canción de Martirio la que me vino a la cabeza, pero fui incapaz de tararearla. No se bien si porque no recordaba la música o porque mi mente ya estaba totalmente colapsada. Me inclino por esto último.

Volví a la realidad virtual mientras me devanaba los sesos preguntándome para qué querría que me vistiera de esa guisa…
“¡No! ¡Por supuesto que no me los voy a poner! ¡Ni lo sueñes! Además, aunque lo hiciera, tampoco podrías verme… ¡Menuda chorrada!” le respondí.
Pero él no desistía.
“¡No importa, no importa! Tú me lo cuentas y yo te imagino… mmmmm…”
Por enésima vez, me repetía el “mmmmm…” de marras que, a esas alturas, había desatado ya en mí una risa tonta que no podía controlar y que me impedía seguir tecleando.
Mira por donde, al final resultaría una tarde de lo más divertida.
Hice un esfuerzo y me puse seria, aunque no se bien para qué porque él no me podía ver, para responderle:
“Léeme bien. No voy a ponerme ningún zapato y ahora, disculpa, pero voy a cortar la conversación porque...”
De nuevo me interrumpió.
“¡Nooooooooo… espera, no te vayas! Una pregunta más… ¿Has bebido alguna vez champán en un zapato?”
Tuve que reconocer que aquel tipo tenía la virtud de dejarme sin respuestas. Una vez más, mis dedos estaban quietos a la espera de una orden de mi cerebro, que no llegaba.
No llegaba porque, entre otras cosas, mi masa gris andaba a mil por hora con su desbocada imaginación en la que me veía a mí misma, zapato en mano, brindando con mis amigos. Cada uno de ellos, por supuesto, con su correspondiente zapato en la mano.
Casi lloraba de risa, a pesar del repelús que me daba solo el imaginármelo.
“Pues no, si te he de ser sincera, no lo he hecho nunca” le contesté.
“Mmmmm… es delicioso…” respondió, y percibí en su frase que para él aquello debía ser como tocar el cielo con las manos.
¿O quizás con los pies?

En cualquier caso, el reiterativo “mmmmm…” ya había conseguido exasperarme y, a pesar de mis risas, estaba realmente cansada de tan disparatada charla, así que decidí cortar.
“Mira, yo es que tengo que...” comencé a escribir.
Fue inútil. De nuevo me interrumpió.
“¡Espera, espera! Una pregunta más y termino…”
Lo que estaba a punto de terminar era mi paciencia. Hice acopio de la poca que me quedaba y tamborileé con mis dedos sobre la mesa a la espera de ver cual sería la última pregunta con la que me sorprendería.
Lo que vino superó mis expectativas.
“¿Te imaginas ponerte tus zapatos de finísimo tacón y pasearte por encima mío?”
En un acto reflejo, encogí el estómago y sentí que me dolía todo el cuerpo con solo imaginarlo. El supuesto fabricante de zapatos era, además, masoquista.
“¿¿Pero qué me estás diciendo?? ¡Eso debe doler horrores!”
Tan solo contestarle, caí en la cuenta de que tal observación carecía de sentido para alguien con tendencias masoquistas.
“¡Noooooooooooo! ¡En absoluto! ¡¡Me excita muchísimo!!”, respondió veloz.
Se acabó. Punto y final. Ya no esperé más. Mi curiosidad científica ya estaba más que satisfecha y mi paciencia rozaba ya los números rojos.
Me importó un carajo, a donde le mandé, el ser maleducada. Apoyé con toda mi fuerza el dedo sobre el ratón y con un rotundo “clic” puse fin a tan rocambolesca conversación.

Salí del chat y del mundo virtual a la misma velocidad con la que antes había entrado.
Ya con el ordenador apagado, seguía con cara de bobalicona mirando fijamente el monitor, mientras cientos de imágenes de pies danzaban por mi cabeza y, con ternura, miré los míos.
Decidí que mi intelecto me estaría eternamente agradecido si, tras ese diálogo para besugos, digno de mención honorífica al absurdo, le obsequiaba con una buena dosis de lectura. No tenía un buen libro para leer, el último lo había devorado, pero me daba igual. Después de aquello, hasta la guía telefónica serviría.
Me levanté y me alejé rápidamente del ordenador, como alma llevada por el diablo. Mientras me encaminaba hacia el sofá, miré de nuevo mis pies, calentitos en sus afelpaditas zapatillas a cuadros.
No pude evitar una sonrisa al pensar que la próxima vez que me conectara a un chat, me andaría con pies de plomo.
Y, más que antes, volví a echar de menos alguien con quien compartir este nuevo juego de palabras, pero esta vez recurrí al método tradicional.
Descolgué el teléfono y marqué un número.
Aún ahora, mi amiga me recuerda cuanto se rió conmigo y como le alegré, con mi llamada, esa lluviosa tarde de invierno.

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