lunes, 30 de noviembre de 2009

Mi primer viaje a París

A mis 18 años, mi concepto de la libertad se resumía en dos cosas. Viajar sola al extranjero y tener lo que la dictadura franquista nos negaba, que no era poco. Con el paso de los años, descubrí que la libertad va mucho más allá de esos dos deseos, pero por aquel entonces me conformaba con alcanzar esas dos cosas. O, al menos, una de ellas.
La primera la conseguí en el verano del 74. Para la segunda todavía tuve que esperar un año más.
Viajar a París se me antojaba, entonces, no solo mi primera señal de independencia, sino también salir al mundo, ese mundo del que el régimen represor pretendía mantenernos apartados. Era cruzar la frontera que nos separaba de Europa, en todos los sentidos, y respirar los aires de libertad que aquí se nos negaban. París no solo era el Sena y la Tour Eiffel. Era, además, la aventura, el romanticismo, la libertad de expresión, la cultura, la tolerancia… En definitiva, a mis 18 años, era para mí respirar el aire fresco de la libertad.
Y además, ideales aparte, tenía un novio recién estrenado.
¿Qué mejor lugar, pues, para escaparse unos días? Todo se vislumbraba maravilloso, seductor, atrayente como lo son las cosas que se hacen por primera vez,
Sólo había un pequeño obstáculo que salvar. Pequeño pero importante: mis padres.

Nunca me habían sometido a una vigilancia estricta, a un control férreo, ni siquiera siendo más joven. Por el contrario, eran más bien bastante permisivos conmigo, especialmente mi padre. Confiaban en mí y me iban aflojando la cuerda a medida que me crecían las alas. Aún así, actuaban con la cautela propia de quien tiene a una hija adolescente y, todo sea dicho, bastante alocada.
Así lo entiendo ahora pero entonces, el pretender que aceptaran de buen grado mis intenciones, me parecía exigirles demasiado. Y aún sabiendo que hubiera podido recurrir a mi mayoría de edad, tomé la opción más segura pero también la menos correcta… mentir.
Papá, desde allá arriba, donde seguro estás, espero me lo hayas perdonado… Estoy casi convencida de que ya te lo imaginabas ¿verdad? Lo leía en tu mirada, tan transparente, que nada podía ocultar.
Mamá, tú te hubieras puesto hecha una furia, que te conozco…
Pero, dime… ¿acaso tú no tuviste una vez también 18 años?
Y esta fue la mentira. Donde éramos dos dije, simple y llanamente, que éramos siete. Evidentemente, tuve mucho cuidado en no mencionar números pares…
Y fue tanta mi insistencia y tanto el entusiasmo que les transmití que, una vez escuchadas en silencio todas sus advertencias y recomendaciones, asintieron.
Salvado el primer obstáculo venía el segundo, que era evitar a toda costa que me acompañaran a la terminal del autocar en el que viajábamos.
Para ello, recurrí a las ya tan socorridas frases como “ya soy mayor”, “no os molestéis”, “a nadie les acompaña sus padres” …
No sé si los convencí o accedieron por puro agotamiento, pero el caso es que lo conseguí.
Segunda prueba superada.

Y así, salvados todos los obstáculos, una calurosísima tarde de Agosto mi novio y yo, mochila al hombro, tomábamos asiento en dos estrechos e incomodísimos asientos de un autocar, entre cuyos servicios no incluía el aire acondicionado, dispuestos a compartir sudores y kilómetros con otras cincuenta personas más.
No sé exactamente porqué sucedió, pero ocurrió lo que menos previsto estaba. Quizás fueron los nervios, quizás mis alteradas hormonas ante la excitación del viaje, quizás me fallaron los cálculos, a pesar de haberlos hecho tan meticulosamente, pero el caso es que, justo al arrancar el autocar, unos terribles y familiares dolores de vientre hicieron su aparición, aumentando en intensidad a medida que abandonábamos la ciudad.
Dios mío… me resultaban tan conocidos de una vez al mes, que no tuve duda alguna. Esa señal inequívoca de mi condición de mujer había entrado en escena, provocándome un dolor hasta las nauseas y dejando su tarjeta de visita en forma de una escandalosa mancha en mi recién estrenado tejano.
Una chaqueta atada a la cintura, papel higiénico y las servilletas de papel de las áreas de servicio en las que fuimos parando hicieron su función salvadora hasta llegar a destino. Ni que decir tiene que la noche resultó interminable. Sudorosa, mareada, sucia y sin apenas dormir...
La verdad es que no era un buen comienzo.

Pero como todo llega, a veces incluso cuando menos se espera, también llegamos, por fin, a la Ciudad de la Luz. Yo, casi un deshecho humano, olvidé mi agotamiento en cuanto pisé el suelo de París.
Presurosos, nos dirigimos hacia el hotel donde nos íbamos a alojar, en pleno corazón del Barrio Latino. En mi imaginación me veía ya rodeada de filósofos existencialistas, pintores de vida bohemia, escritores sentados en un bistrot a la espera de la inspiración y frente a una copa de pastís…
Todo esto y mucho más pasaba por mi cabeza mientras soñaba con una buena ducha, ropa limpia y lanzarme a patear la ciudad. Y llegamos al hotel.
Solo con verlo supe que me encontraba ante la segunda cosa que iba mal.
Lo habíamos imaginado sencillo, puesto que la categoría de una estrella no podía dar para mucho. Al entrar, sin embargo, me di cuenta de que la estrella debía ser fugaz y se encontraba lejos de allí, porque aquello, de hotel, solo tenía el rótulo luminoso.
De cinco estrellas, eso sí, era la calificación que se merecía por la cantidad de mugre que se almacenaba en todos los rincones.
La habitación era una especie de zulo, cuyo único lujo era un balcón, con vistas a la calle más concurrida del barrio. Lástima que tenía un pequeño inconveniente…era imposible de abrir.
La ducha, comunitaria, un habitáculo inmundo en donde apenas se podía entrar. Maloliente, sucia y con los desagües embozados con restos de comida que, para más de algún coleóptero que por allí campaba a sus anchas, debían representar todo un festín.
Aún así, obviando las más elementales normas de higiene que me aconsejaban no poner el pie en semejante sitio, me armé de valor y tomé la ducha soñada con la rapidez de un rayo y el total convencimiento de que aquella ducha, más que limpiarme, me ensuciaba todavía más.

Pero 18 años y París son más que suficientes para recuperar la vitalidad y refrescada, que no limpia, nos lanzamos a la conquista de la ciudad.
Y París me conquistó a mí.
Todo, absolutamente todo, me fascinaba. Atravesamos la ciudad de punta a punta, desde los barrios más “chic” hasta los más sórdidos. El famoso dicho de “allí donde fueres, haz lo que vieres” nos vino de perlas para colarnos varias veces en el metro, medio de transporte gratuito para la inmensa mayoría de usuarios que, mediante un atlético salto, accedían al andén con total tranquilidad…
Salíamos de los museos para mezclarnos con el ambiente cosmopolita de la ciudad. No queríamos perdernos ni un detalle, no queríamos dejar ningún rincón por visitar. Mi cámara fotográfica echaba humo, igual que nuestros zapatos al final del día… ¡Estaba entusiasmada! No solo por la belleza de la ciudad, sino también por esa sensación de total independencia que creo sólo se vive tan intensamente a esa edad.
Por la noche, con nuestro fogoncillo de gas, nos preparábamos una deliciosa sopa de sobre en la habitación donde, a pesar de estar totalmente prohibido cocinar, el aroma a más sopas de sobre proveniente de las habitaciones vecinas, nos confirmaba que no éramos los únicos en utilizar el zulo con fines culinarios.
Y a pesar de lo precariedad del hotel y de nuestros escasos recursos económicos, París me parecía maravilloso.
Al tercer día me robaron.

Mejor dicho, tuve uno de mis habituales descuidos y alguien, amigo de lo ajeno, sencillamente aprovechó la ocasión.
Cargaba siempre en la mochila con un canguro por si llovía y que, como suele suceder, no me había hecho falta porque había lucido un sol radiante todos los días. Más que por previsora, que nunca lo he sido demasiado, por cuestión sentimental, pues era un regalo reciente de mi también reciente novio.
Ese día, en un descanso de nuestros kilométricos paseos, nos sentamos en un banco. Poniendo orden en mi mochila, lo saqué y me olvidé de guardarlo de nuevo. Un minuto más tarde, solo uno, y ya en marcha, me percaté del olvido. Corrimos como locos hasta el banco. Ya no estaba.
No estaba porque lo llevaba puesto un tipo que, supongo que satisfecho con su hallazgo, lucía muy ufano mi querido canguro. Ni su corpulencia ni su cara de pocos amigos me echaron atrás y, sin pensarlo dos veces, me lancé hacia él con la intención de recuperar lo que era mío pero mi novio, algo más sensato que yo, me sujetó del brazo y me aconsejó que era mejor perder un canguro que perder algún diente…
Recapacité y decidí perder el canguro.
Al día siguiente llovió.

Y me empapé de lluvia y de París hasta la médula. Fueron seis hermosos días de total libertad, de feliz agotamiento…Visité todas las librerías del Barrio Latino, descubriendo un gran número de libros prohibidos por la dictadura en mi país. Subí, como no, a la Tour Eiffel, tuve frente a mí la enigmática sonrisa de la Monna Lisa, me hipnotizó el ambiente barriobajero de Pigalle, me extasié observando a los pintores de Montmartre…
Sentada en las escaleras del Sacré Coeur, y con la ciudad a mis pies, escribía a mis padres: “Estamos muy bien y todo es precioso. Los siete (remarqué de nuevo la cifra impar) lo estamos pasando de maravilla. Besos”.
Y un gusanillo de culpabilidad me cosquilleaba en la conciencia…
Nunca lo supieron, o al menos eso me hicieron creer. Pero ya de regreso a casa, esa sonrisa medio burlona de mi padre y su poca insistencia por ver las fotos del viaje me confirmaron que, más que haberles engañado, ellos se habían dejado engañar…

He vuelto a París otras muchas veces. En otras circunstancias, por otros medios y con otras personas. La más importante para mí fue la última, pero ésa, la primera… ésa la guardo en mi memoria con todo el cariño con que se guarda el recuerdo de las primeras cosas, de las primeras experiencias.
Fue la que marcó el inicio de mi esperada independencia, despertó en mí ese espíritu viajero que nunca más me ha abandonado y me confirmó que, no siempre, lo que mal empieza mal acaba.

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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Por una noche

Avanzaban tan despacio
las agujas del reloj
que creía que ese día
nunca se pondría el sol.

Como una dama de noche
que se abre al anochecer
regalando su perfume
ella se entregaba a él.

Se descubrían sus cuerpos,
mil veces imaginados,
cada uno en sus sueños.
Ella, con otro a su lado.

Secretas y clandestinas
fueron horas de locura
en donde estaban de más
la razón y la cordura.

Adúltera por una noche,
cierra los ojos y olvida
que aquello que es tan real
se apoya en una mentira.

En ese cuarto de hotel
vuelan las horas furtivas
llevándose con su vuelo
lo mediocre de su vida.

Y no se siente mezquina,
ni despreciable ni ruin,
sabiendo que esa noche
es el principio y el fin.

Cuando en los brazos de él
vuelve a sentirse viva
vendería su alma al diablo
para detener el día.

Pero el tiempo continúa,
inexorable, su paso
y siente ese amanecer
como si fuera el ocaso.

Mañana será de nuevo
la mujer sensata y fiel
y olvidará esas horas
al igual que lo hará él

Convivirá con el tedio
aunque le resulte cruel
y será siempre un secreto
que solo sabrá su piel

Avanzaban tan deprisa
las agujas del reloj
que cuando se hizo de día
maldijo la luz del sol.
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domingo, 22 de noviembre de 2009

Pan con chocolate

Esa tarde me apetecía merendar, cosa poco habitual en mí. Llevada por un extraño impulso, de repente se me antojó de lo más delicioso una rebanada de pan con chocolate, algo que siempre, inevitablemente, había asociado a mis tardes de niñez.
Sin embargo, ese día, poco podía imaginar que el primer mordisco me transportaría, con tanta rapidez y claridad, a muchos, muchos años atrás. El placentero sabor del chocolate me lanzó a un viaje en el tiempo y me llevó en volandas hasta mi infancia.

.A cada mordisco, se desempolvaban del baúl de mi memoria imágenes largo tiempo guardadas y que casi había olvidado. Inconexas al principio entre sí, se iban enlazando las unas con las otras hasta convertirse en una película en la cual yo era espectadora y protagonista. Una película que, a pesar del tiempo transcurrido, tenía la nitidez de los bellos recuerdos y el dulce sabor del chocolate.

Un mordisco, y ahí estoy yo, de nuevo en casa de mis padres, recién llegada del colegio, con mis largas trenzas despeinadas, mis piernas como alambres y mis enormes ojos frente a otra rebanada de pan con chocolate. Sentada en la galería, balanceando mis rodillas llenas de arañazos, me dejo envolver por la paz que flota en el ambiente y que saboreo al igual que mi merienda.

Otro mordisco, y ahí está mi madre. Enérgica e incansable, con su inseparable delantal floreado, trajinando en la cocina, delicioso almacén de aromas caseros, y desde donde un sabroso olor a cocido invade toda la casa. De aquí para allá, entre cacerolas y pucheros, interrumpe por un momento su actividad y me observa. ”Venga, empieza a merendar que has de hacer los deberes”.
Su voz, ahora, suena en mi interior como un eco del pasado.
Y yo sigo paladeando mi pan con chocolate con la misma intensidad que paladeo esa calma que reina en la casa, oasis de paz y refugio seguro de mi niñez.

Un mordisco más y ahí está mi abuela. Menuda, frágil, tierna, mi aliada incondicional. Sentada en la galería, con sus desgastados ojos, la espalda encorvada por el paso de los años y totalmente absorta en sus bolillos que, en perfecta sintonía, danzan de un lado para otro del cojín bajo la dirección de sus habilidosos dedos y que, como por arte de magia, transforman el hilo en encajes,. Tan blancos como su cabello, tan hermosos como ese momento.
.
Contemplo la escena como si hubiera quedado atrapada en una de esas bolas de nieve, donde parece haberse detenido el tiempo y todo transcurre con una deliciosa lentitud. Aromas y sabores, sensaciones que se encadenan en ese cotidiano ritual, y cuya banda sonora es el tintineo metálico de las cacerolas en la cocina y el sonido de los bolillos al chocar entre sí.

A esa hora intermedia de la tarde, el sol entra por la galería y llega hasta la cocina. Al roce de sus rayos, y como tocados por una varita mágica, los grises cacharros de metal brillan y la estancia adquiere un suave tono dorado. Ajena a esta maravilla mi madre, infatigable bailarina entre fogones, sigue con su danza entre ollas y cacerolas.
Los encajes de mi abuela, bajo la dorada caricia, adquieren un blanco casi cegador y yo, hipnotizada, intento prolongar al máximo la merienda, procurando no perder detalle de toda aquella transformación que, parece ser, nadie más que yo advierte.

Otro mordisco. El encaje crece y crece y el aroma del cocido ya lo envuelve todo. Mi abuela levanta la vista del cojín, sin dejar ni por un segundo sus juegos malabares con los bolillos y me dice con una sonrisa tan dulce como el chocolate…”Haz lo que tu madre te dice. Termina ya y ve a hacer tus deberes”.
Un último mordisco y el chocolate se ha terminado, lo cual significa el fin de ese momento mágico. Se desvanece el encanto y, a desgana, acudo a mis obligaciones.

Mi universo infantil estuvo lleno de tardes como esa, bañadas por la calma y el sol. Con aroma a cocido y sabor a chocolate. Tardes que jamás se volverán a repetir y que ahora, casi cincuenta años después, reviven nítidas en mi memoria, negándose a ser olvidadas.


De mi abuela queda su recuerdo, sus encajes y un gran consejo que un día me regaló. De mi madre, su eterna danza en la cocina, aunque ahora ya más pausada, y su energía consumida por los años. De mí, lo que soy ahora.

Lo único inalterable y duradero son esos rayos de sol que siguen entrando por la galería y llegan hasta la cocina. Y, por supuesto, el sabor del pan con chocolate.

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jueves, 19 de noviembre de 2009

Un bolero sin música

Si otros amores yo viví antes de ti,
los he olvidado.
Y cualquier huella que quedó en mi corazón
ya se ha borrado.

Si en otros brazos el cielo creí tocar,
me engañaba.
Y si otros besos por amor yo regalé,
me equivocaba.

Porque estos versos que ahora te escribo
no existirían si no estuvieras conmigo
y si los siento a ritmo de bolero
es porque te quiero.

Que solamente tú tienes la culpa
de que yo sienta lo que no he sentido nunca
y que con solo tenerte a mi lado
olvide el pasado.

Si en tantas noches de locura me entregué,
solo era un juego.
Creyendo amor lo que tan solo era pasión,
se apagó el fuego.

Si creí eterno lo que solo era fugaz,
estaba errada.
Sin darme cuenta te buscaba en cada amor,
desesperada.

Porque desde que tú entraste en mi vida
fue un final y punto de partida
hacia un destino que ya estaba escrito
en el infinito.

Y si tú eres lo que me guardó el destino
valió la pena recorrer este camino.
Me lo das todo con una mirada.
Antes de ti no hay nada.
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lunes, 16 de noviembre de 2009

En blanco

Estábamos a solas él y yo. Como tantas otras veces, más o menos a diario, tenía lugar ese encuentro nuestro casi secreto, casi clandestino, y al que yo acudía, impaciente y nerviosa, como a la cita con un amante.
Ese día, sin embargo, sólo con mirarlo presentí que algo iba mal y que nuestra callada complicidad, tan a menudo mágica y chispeante, se había esfumado.

Yo le miraba fijamente, deseosa de poder decirle miles de cosas pero incapaz de hacerlo y presentía que él, a su modo, esperaba ilusionado lo que yo, en ese momento, no podía darle. La chispa no se encendía y el motor que ponía en marcha nuestra conexión no funcionaba. No había magia, y sin magia nada era posible.

Seguía observándole, con la esperanza de que sólo su presencia abriera la puerta, cerrada a cal y canto, de mi fantasía. Le imaginaba ansioso por sentirse de nuevo acariciado con mis palabras, pero el papel seguía inmaculado, intacto… en blanco.
Igual que yo. Divagando en la nada y paralizada la inspiración.
No sabía qué escribir, o no sabía cómo, o no sabía como escribir lo que quería. Pero quería escribir y un cortocircuito en mi cabeza me había dejado a oscuras.

Rebelándome ante esa invasión de vacío, luché por no ahogarme en esa enorme laguna mental y, desesperadamente, tiré del hilo de alguna fantasía lejana, casi olvidada… pero el hilo se rompía una y otra vez. Tenía mil historias en la cabeza pero ese día ninguna tomaba forma. Esquivas y escurridizas, se negaban a acudir en mi ayuda y se dedicaban a jugar al escondite conmigo. Como fantasmas, imposibles de atrapar, las sentía burlonas danzar dentro de mí, de una forma loca y totalmente anárquica.

Persistente y testaruda, me lancé en vuelo directo hacia la fantasía, solicitando su ayuda, llamé a las puertas de la imaginación pidiendo asilo y me arrodillé ante las musas para que me dieran una limosna.
Invoqué a los dioses de los sueños para que obraran el milagro de iluminarme con una palabra, una sola. La justa, la precisa, la necesaria para poder tirar de ella, y luego de otra, y otra… hasta conseguir de nuevo ese flujo ágil y constante, ese flujo que consiguiera llevar de mi mente al papel una idea concreta. Pero el papel, a la espera, seguía en blanco.
Nerviosa, tamborileé en la mesa poniéndole ritmo a mi sequía mental. Me mordí las uñas, hambrienta de historias, me rasqué la cabeza intentando despertar a mi ingenio… A la deriva, lancé un SOS desesperado a la inspiración, pero fue en vano.

Y seguí en blanco, delante del papel en blanco, y sabiendo que era el blanco perfecto para el desánimo, para el desaliento y para tirar la toalla, que también se me antojaba blanca.
Y estando en blanco, me sentí gris. Y sintiéndome gris, lo vi todo negro. Me cegó la rabia y quise arremeter contra el papel que, como paciente y fiel amante, seguía esperando ser acariciado por mis palabras.
Agotados todos los recursos, desistí. Dejé de librar una batalla inútil y enarbolé bandera blanca. Cargando con mi frustración me batí en retirada pero, aún así, resistiéndome a la derrota total, le regalé al papel dos breves caricias en forma de dos palabras: “volveré mañana”.

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domingo, 8 de noviembre de 2009

Mega estresada

Dios mío ¡que ajetreo,
que vida tan estresada!
No paro ni un momento
y dicen que no hago nada.

Les cuento para que vean
que no son más que mentiras,
¡Si tiempo es lo que me falta
en mis apretados días!

De entrada una buena ducha,
genial para tonificarme
y después mi body milk,
no fuera a deshidratarme.

El desayuno, integral,
y el café, descafeinado.
Me mantengo estupenda
y no engordo ni un gramo.

La asistenta se retrasa,
la canguro que no llega,
y por su culpa, los niños,
llegarán tarde a la escuela.

Y yo con el tiempo justo
para llegar al gimnasio…
perdón…fitness, que es más fino.
¡Pues que me los lleve Ignacio!

Que no le pilla tan lejos
camino de la oficina.
Me estoy poniendo histérica…
¿dónde está la filipina?

Él si que vive tranquilo.
sentadito todo el día.
Yo, en cambio, un no parar
Gimnasio, tenis, piscina…

¡Menudo agotamiento!
Steps, Pilates y aerobic.
Luego sauna y aquagym
¡Jesús, ahora suena el móvil!

Es Martita, que recuerde
que hoy comemos con Cristina.
La pobre se ha divorciado
y anda un poco deprimida.

Pues yo lo siento por ella,
y que no es por criticar,
pero pasados los treinta
una se debe cuidar.

Que después de los tres niños
se ha puesto como un balón
y lo que más le hace falta
es una liposucción.

Pero a las cuatro me largo
que he quedado con Carmina.
Ha descubierto una tienda
con una ropa divina.

Toda de primeras marcas,
de lo más fashion y chic,
y diseños que no encuentras
en ninguna otra boutique.

A las seis peluquería,
más tarde, la estheticienne,
que me hace falta un peeling
y un buen masaje en los pies.

A tenis ya iré mañana,
y mira que me da pena…
Pero Ignacio está al llegar
y no perdona la cena.

Espero que la asistenta
ya la tenga preparada
y haya bañado a los niños
que yo estoy mega cansada.

Cenaré algo ligero
y a la cama, pero antes,
me tomaré un buen baño
con aceites relajantes.

Y todavía hay quien dice
que mi vida está vacía
y que me busque un trabajo…
¡Señor, que mala es la envidia!
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jueves, 5 de noviembre de 2009

Mirar antes de entrar

Tenía 17 años, una vida laboral recién estrenada y unos rebeldes restos de acné juvenil que me hacían sentir la patita más fea del mundo y a los que, cada noche, les declaraba la guerra abierta frente al espejo. Aún así, ellos, lejos de batirse en retirada, soportaban estoicamente mis ataques y, vengativos, reaparecían de nuevo para desesperación mía.
Trabajaba en una oficina situada en las afueras de Barcelona y mi medio de transporte era el autobús. Como un ritual litúrgico, a las siete y media de la mañana, nos apretujábamos fraternalmente hasta la asfixia los unos contra los otros y, camino cada uno de sus respectivos trabajos, compartíamos somnolencias y sudores.

Sin embargo, de vez en cuando, la fortuna me sonreía y me brindaba la oportunidad de ir en coche, rojo para más detalles, hacia mi trabajo. La fortuna tenía nombre y cargo. De nombre Manuel y de cargo, jefe. Mi jefe.
Vivía a un par de calles de mi casa y, cuando sus horarios se lo permitían, se ofrecía para recogerme. Eso, después de haberlo hecho minutos antes con otro compañero de oficina que, a pesar de no ser jefe, se las daba de tal.
Cuando esto sucedía la vida me resultaba algo más bella y me olvidaba, incluso, del maldito acné que ornamentaba mi cara. El ronroneo del coche, junto con la charla casi siempre profesional que ambos mantenían, me sumía en el más profundo de los sopores y me permitía disfrutar de media hora más en los brazos de Morfeo que, al igual que los de un novio enamorado, me acogían dulcemente obviando mis alteradas glándulas sebáceas.

La mecánica era siempre la misma. Yo, en la parada del autobús y puntual como un reloj suizo, esperaba ver aparecer el coche de mi jefe. Él llegaba, se detenía el tiempo justo para que yo subiera y nos íbamos. Esto sucedía a la velocidad del rayo para no entorpecer el tránsito ni la llegada del autobús, lo cual hubiera supuesto para mí el tener que soportar la mirada asesina de muchos pares de ojos, el bocinazo del claxon apremiándome y, posteriormente y fuera de horario laboral, la bronca de mi jefe.
Bien, pues toda esta mecánica funcionaba de maravilla hasta un día en que la fortuna, más que sonreírme, se quiso echar unas risas a mi costa. Y vaya si lo consiguió…

Ese día, puntual como siempre a mi cita matutina, estoy esperando impaciente la llegada del coche que, cual rojo corcel, me llevará veloz a la oficina.
Ahí está.
Satisfecha de mi puntualidad y sin bocinazo previo, me lanzo rauda a su encuentro. El coche para. Abro la puerta de atrás y, más que sentarme, me tiro en plancha en el asiento trasero. Con un sonoro “¡Buenos días! ¡Ya nos podemos ir!” cierro la puerta y me dispongo a disfrutar de mi media horita de dulce ensoñación.
Y justo entonces es cuando me doy cuenta de que algo va mal.

Primero, porque no hay respuesta a mi saludo y segundo porque el tapizado del asiento no me resulta familiar. Rápidamente levanto la mirada y mis ojos se topan con dos sendos bigotes pegados a la cara de póquer de dos hombres a los que no he visto en mi vida. Es tal el susto que me llevo que, imagino que con cara de boba, me quedo con la boca abierta. Sin más.
La mirada de uno es de total asombro. La del otro también, pero con un sospechoso brillo en la mirada que me gusta bastante menos que su bigote.
Pasan unos segundos hasta que me doy cuenta de que sigo con la boca abierta. Cuando consigo cerrarla, y al mismo tiempo que recojo presurosa mi bolso, balbuceo algo parecido a: “estoooo…creo que me he equivocado…” El primero, tan sorprendido como yo, me responde algo así como; “Pues me parece que sí…” Y al mismo tiempo que me suelta tan magistral frase, descubro en sus ojillos un brillo muy parecido al del acompañante.

Antes de que por sus mentes pase algo parecido a lo que no es, abro la puerta a velocidad meteórica y salto a la calle como llevada por el diablo, topándome de narices con un tercero, éste sin bigote, que de pie en la acera espera se resuelva el conflicto en el interior del coche para poder subir él. El coche arranca y yo me quedo en la calle, sin saber exactamente qué hacer. Frente a mí, la gente que todavía sigue esperando el autobús, hace verdaderos esfuerzos para contener la risa.
Siento que me arde el rostro como si del coloso en llamas se tratara y, con la mayor dignidad posible, paso por delante de ellos y me dirijo a la esquina más apartada de la calle, procurando mantenerme lo más lejos posible de sus socarronas miradas y donde espero que la tierra se me trague a la mayor brevedad.

En eso estoy cuando un familiar bocinazo me vuelve a colocar en la tierra y veo otro coche rojo, idéntico al anterior. Con toda la cautela y precaución del mundo, me acerco mientras pienso si esta vez será mi jefe o, por el contrario, volverá a ser el del sendo bigote que ha dado la vuelta a la manzana.
Lenta y detenidamente, a través del cristal miro a los ocupantes antes de subir. Sí, son ellos.
Mi jefe, impaciente ya, asoma la cabeza por la ventana del coche y me dice: “¿Se puede saber qué estás mirando?”
Abro la boca para responder, pero por segunda vez en lo que va de mañana, no sé qué decir. Me subo al coche, digo aquello de “Buenos días….”, y, acto seguido, opto por callarme y mantener lo sucedido en el más absoluto de los secretos.
Ese día aprendí que, además de mirar antes de cruzar, hay que mirar antes de entrar.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuestión de matemáticas

No pudo evitar sonreír irónicamente cuando se dio cuenta de que, en el fondo, el porque de su fracaso con él se basaba en simples razonamientos aritméticos.
Una suma de engaños, una resta de ilusiones, una multiplicación de problemas y finalmente, como consecuencia de las anteriores operaciones, una división de ese número par que, hasta entonces, habían sido ella y él.
¡Menuda ironía! Ella, que siempre había odiado las matemáticas, ahora las descubría como infalibles aliadas para ayudarla a resolver, de forma tan sencilla y elemental, las incógnitas que no conseguía despejar.
De nuevo sonrió al percatarse de que, involuntariamente, estaba utilizando términos matemáticos y, entusiasmada por el descubrimiento, se lanzó a seguir analizando, de esta forma, su vida con él.

Le pareció maravilloso cuando le conoció. Era tan distinto, tan especial, tan atento con ella… Un ejemplar único en su especie. la octava maravilla del mundo. Tanto lo admiraba que lo puso en un pedestal, endiosándolo, y lo elevó a la máxima potencia con el infinito como exponente.
¡Exacto! ¡Una cuestión de potencias! Solo que él, por el contrario, lo había hecho a la inversa. Desde su pedestal, empezó a mirarla como a un ser inferior, insignificante y sin valor alguno, de tal forma que la dejó reducida a la mínima potencia. Ahora era una cuestión de proporciones inversas y, desgraciadamente, desproporcionadas.
La quiso cambiar, la quiso transformar, la quiso simplificar tanto que casi la dejó en nada, y cuando ya la había convertido en un cero a la izquierda, la encerró en un paréntesis y se olvidó de ella.

¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¡Era lógico y exacto como las matemáticas! Se sorprendió al ver que ya no le resultaban tan odiosas…
Y siguió echando cuentas.
El problema se complicó aún más cuando él decidió hacer una regla de tres donde sólo habían reglas para dos, Una regla de tres simple, eso sí, porque así era él. Simple para no saber que, en cuestión de amores, dos es un número indivisible y que no admite múltiplos. Que en asuntos del corazón, al igual que en matemáticas, donde caben dos no caben nunca tres. Y que los triángulos amorosos, aquí entraba ya en geometría, nunca son equiláteros.
Y así, intentando resolver esa ecuación sentimental donde la incógnita era él, a ella se le quebró el corazón y le quedó dividido en mil fracciones.

Pero un día se cansó. Se hartó de que él dividiera su amor entre dos y que a ella le tocaran solo los decimales. Que ni siquiera supiera hacerlo proporcionalmente y que ella siempre fuera el resto en esa división.
Y por fin dijo basta. No se molestó en dedicar más horas de su vida en resolver la incógnita. Le pegó una patada a la coma que la convertía en un decimal, recogió las fracciones de su corazón hasta convertirlo de nuevo en uno entero, abrió el paréntesis y se fue.
Él le preguntó qué hacía y ella se limitó a sonreír y decirle:
"He dejado de ser un cero, vuelvo a ser una y voy a buscar con quien ser dos".

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