sábado, 30 de enero de 2010

Eterno desacuerdo

Si me voy, porque no vengo…
Si entro, porque no salgo…
¿Conseguiré alguna vez
que te parezca bien algo?

Si yo te digo que negro,
tú dices que mejor blanco.
Me planteo seriamente
el tirarme de un barranco…

Si hablo, “mejor te calles”…
Si callo, “no dices nada”…
O decido ignorarte
o te pego una patada…

Si ando, “vas muy despacio”…
Si corro, “vas muy deprisa”…
Para ti todo está mal
y ya me lo tomo a risa.

Menuda pena la mía
el no acertarte ni una…
¡Si estamos a pleno sol
y me dices que es la Luna!

Si bajo, porque no subes…
Si salgo, porque no entras…
¡Estoy hasta las narices!
No me busques, que me encuentras…

Y no me vengas con cuentos
de que eres inconformista
que tan solo eres un plasta…
¡Lo tuyo es de sicoanalista!

Se me ha ocurrido una idea
y espero que me funcione…
Se trata que, como siempre,
lo que diga me cuestiones.

He decidido quedarme
contigo toda la vida…
¿Qué dices? ¿Mejor me vaya?
Me dejas tan abatida…

¡Salgo corriendo ahora mismo!
Si te he visto, no me acuerdo…
¡Ahí te quedas, bonito,
con tu eterno desacuerdo!
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martes, 26 de enero de 2010

Las manos de un ebanista

Era ebanista y se llamaba Josep. Me resultaba paradójico y casi incomprensible que ese hombre alto y corpulento, de aspecto rudo, pusiera en sus manos tanta delicadeza y en sus profundos ojos azules tanto cariño cuando, más que trabajar, acariciaba la madera. De esa entrega casi pasional, nacieron auténticas joyas artesanales, muebles con filigranas en maderas nobles que hoy resultarían casi impagables y que, por fortuna, muchos todavía se conservan en casa de mi madre y algunos en la mía, ajenos al paso del tiempo y como hermoso testimonio de quien los creó con sus manos,
Arte a través de la madera, eso es lo que hacía mi abuelo.
Ebanista por vocación y devoción. Y más tarde, cuando las estrecheces económicas se agudizaron, mecánico por obligación.

Donde la memoria no me alcanza, me llega su recuerdo a través de las fotografías en donde él, en la plenitud de su madurez, sostiene a un menudísimo bebé con pocos días de vida, que soy yo. En los robustos brazos de aquel corpulento hombre, yo no soy más que una especie de pulguita que, desde mi insignificancia, parezco mirar algo asustada a aquel gigante que era mi abuelo.
Años más tarde, sus también robustas pero delicadas manos de ebanista sujetarían la mía para enseñarme a regar las flores del balcón, algo que me entusiasmó de tal modo que, más que regarlas, las llegué a anegar. Esas manos sujetarían la mía para llevarme a pasear por el zoológico o para ayudarme a subir a ese flamante patinete que, con todo el cariño de un abuelo hacia su única nieta, construyó para mí.

Una de mis distracciones diarias preferidas, a la vuelta del colegio y mientras esperaba la comida, era salir al terrado de casa en donde tenía su taller. Siempre le encontraba allí, tan entregado a su trabajo que apenas se percataba de mi presencia. En silencio, me quedaba en la puerta, observándole acariciar amorosamente esa madera que, como tocada por la mano de un mago, terminaba convertida en un hermoso mueble.
Martillos, sierras, formones, garlopas, barbiquis…Todo un despliegue de herramientas que, en sus manos, parecían cobrar vida propia y le ayudaban a obrar el milagro de transformar la más humilde de las maderas en una obra de arte.
Y mientras le contemplaba, me iba impregnando de ese olor característico de la madera recién serrada hasta que el fino polvillo suspendido en el aire conseguía, inevitablemente, hacerme estornudar...
Al verme, sus azules ojos se iluminaban y entonces, en total libertad, me lanzaba a jugar con el serrín que, como suave lluvia, caía al suelo y con las serpentinas de madera que, como tirabuzones, se desprendían de la garlopa.

Anarquista hasta la médula, se libró de la guerra por ser hijo de viuda, pero no por eso su lucha fue menos valiosa y, a menudo, recordaba orgulloso su actividad junto a Durruti. Muchas veces, cuando salíamos a la calle, me mostraba un agujero que, todavía hoy, sigue en la pared del edificio y en voz baja me decía: “Esta es la marca que dejó una bala en una manifestación al lado de Durruti. Me pasó a un palmo de la cara”.
Yo, en aquel entonces, no tenía ni idea de qué era una manifestación ni de quien había sido aquel señor y porque le habían disparado, pero asentía solemnemente ante tal confidencia, confiando que el tiempo, como así fue, despejaría esa incógnita.
También solía recordar, pero esta vez con amargura, el horror y la angustia de verse sorprendidos en plena noche por los bombardeos franquistas y como, ante la imposibilidad de acercarse al refugio más cercano, él y mi abuela envolvían a mi padre, entonces un niño de seis años, en un colchón, a fin de paliar las posibles consecuencias del bombardeo. Con el hijo protegido, se escondían los tres bajo la cama a la espera de que la sirena anunciase el final del ataque.

Renegaba constantemente del clero y de la Iglesia y solo en contadísimas ocasiones le vi pisar una iglesia. Por eso no dejaba de sorprenderme que, indefectiblemente, cada vez que salía a la calle y antes de cruzar el umbral, se santiguara. Con el paso de los años comprendí perfectamente su concepto de la religión y de la fe, tan alejado de lo que entonces nos pretendían inculcar y ahora, tan cercano al mío.
Simplemente, no creía en intermediarios ante Dios.
Se había despejado otra incógnita…

También me parecía enigmático que de vez en cuando, y como quien muestra un gran tesoro oculto, desenterrara del fondo de un armario unos libros maravillosamente encuadernados de una revista infantil ilustrada, llamada “Patufet”. Estaba escrita en catalán y los primeros ejemplares eran de principios del siglo XX. Los ojeábamos juntos y yo hubiera querido quedarme con ellos pero siempre, bajo cualquier excusa, volvía a esconderlos y, ante mi insistencia, me decía: “Cuando seas mayor”. Era otro enigma que, de nuevo, el tiempo me ayudó a resolver cuando descubrí que mi idioma no solo estaba prohibido, sino también perseguido.
Poco a poco, el comportamiento algo enigmático de mi abuelo se había ido aclarando.

En las disputas que, debido a mi adolescencia algo alocada, mantenía a menudo con mis padres, él y mi abuela, su gran amor, fueron mis aliados incondicionales y jamás de sus labios salió una palabra de censura ni un reproche sino que, por el contrario, a menudo hicieron de mediadores entre mis padres y yo.
Le recuerdo saboreando con deleite su puro y su copita de coñac después de las comidas, como broche de oro a una de sus pasiones, después de la madera: el comer.
Por eso, cuando por motivos de salud le limitaron el tabaco y el coñac a los días festivos, aceptó muy a regañadientes la restricción del tabaco pero supe, inmediatamente, que haría lo indecible para no renunciar a su licor.
Usó mil artimañas y todo su poder de convicción para que la ley seca a la que le habían sometido fuera menos estricta. Cuando ninguna de las dos cosas funcionaba, a escondidas, echaba rápidamente unas gotas de coñac en su café y, ante las sospechas de mi abuela que controlaba el nivel de la bebida en la botella, respondía tranquilamente: “Tú ves visiones…” Y hacía verdaderos esfuerzos por disimular su sonrisa traviesa.
Aún ahora no sé con certeza si realmente conseguía engañar a mi abuela o si ella, simplemente, se dejaba engañar…

Cuando el paso de los años empezó a hacer mella en él y lo dejó postrado en una silla de ruedas, me convertí en su cómplice, consciente al igual que lo era él de que, ya en la recta final de su vida, no dejaba de ser cruel privarle de ese pequeño y último placer.
Así pues, al terminar la comida, cuando la mesa quedaba vacía y yo era la última en retirarme, me susurraba al oído en voz muy queda: “Ahora que no nos ve nadie, anda…échame unas gotitas de coñac en el café”. Yo, mirándome en sus ojos azules, asentía y, con la mayor rapidez posible, procedía a aquel acto clandestino, sabiendo que era ya de las últimas alegrías que la vida le regalaba a mi abuelo.
Fue, durante bastante tiempo, nuestro secreto.

Sobrevivió a una guerra, sobrevivió a épocas de escasez, soportó cuarenta años de dictadura y opresión… Pero a lo que no pudo sobrevivir fue a la muerte de mi abuela.
Por primera y última vez en mi vida le vi llorar como a un niño, llamándola desconsoladamente cuando, ya muerta, salía por última vez de casa.
Sus manos de ebanista, artífices de tanta belleza, esas manos que me habían enseñado a sujetar una regadera, que me habían llevado de paseo, que me habían construido un patinete, esas manos que habían repartido octavillas por toda la ciudad, que habían hecho la señal de la cruz en su cara al salir de casa y que, pacientemente, habían pasado para mí hoja tras hoja del prohibido “Patufet”, esas manos, ahora, cubrían su rostro en un vano intento por ocultar su llanto.
Se dejó, literalmente, morir. Al cabo de tres meses, moría él también y, de nuevo, volvía a reencontrarse, para siempre, con la que fue el primero de sus dos grandes amores. El segundo, la madera, todavía llora su pérdida.

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miércoles, 20 de enero de 2010

El corazón dijo "nones"


Era, lo que se diría,
un apuesto mirlo blanco,
delegado de un Banco
y de muy buena familia.

Se fijó en mí… ¡hay que ver!
y hacía planes de futuro…
Y yo me decía: “seguro
que le llegaré a querer”.

Un coche impresionante,
un ático espectacular,
una casa junto al mar
y sus ojos suplicantes…

Nada podía despertar
mis dormidas emociones
y su lluvia de atenciones
me llegaba a molestar.

Alguna amiga sensata
apelaba a la razón:
“No te pierdas la ocasión,
viene en bandeja de plata”.

Y con el convencimiento
de que el roce hace el cariño,
al tiempo le lancé un guiño
en un último intento.

Pero el tiempo avanzaba
y aún a pesar de mi empeño
a que aquél fuera su dueño
mi corazón se negaba.

Ni tan siquiera en París
consiguió enamorarme
y harta ya de engañarme
me dije: “no soy feliz”.

Y tal como vino se fue,
más con pena que con gloria.
Ni una huella en mi memoria
y en dos días le olvidé.

Con mil y una razones
para decirle que sí,
a quien me guía, acudí.
Y el corazón dijo “nones”.
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domingo, 17 de enero de 2010

Manos blancas

Abre tus manos, míralas y piensa…
Piensa si las abres para dar o para recibir.
Para regalar o para atesorar.
Para acariciar o para golpear.
Para acercar o para alejar.
Para entregar o para robar.
Para acoger o para rechazar.
Para unir o para aprisionar.
Para crear o para destruir
Para ofrecer ayuda o para recibir favores.
Para levantar al caído o para empujarle.
Para estrechar otra mano o para encadenarla.
Para secar lágrimas o para provocar el llanto.
Para abrir puertas o para cerrar jaulas.
Para salvar una vida o para matar.
Para alzar a un niño o para alzar un fusil.
Ojalá sea lo primero porque entonces tus manos estarán siempre abiertas para aplaudirle a la vida, para lanzar palomas de la paz al vuelo y para repartir todo el calor que tu corazón desprende.
Abiertas para mostrarlas, limpias, al sol. Abiertas para abrazar a la lluvia, al aire y a la tierra como fuentes de vida. Abiertas para proteger presentes y construir futuros. Abiertas a otras manos abiertas.
No las cierres nunca, Las manos cerradas son puños que encierran odio y sólo abriéndolas podrás librarte de él. Y si las cierras, que sea para empuñar una pluma o un pincel, pero nunca un arma.
Si es así tus manos, tengan el color que tengan, serán siempre manos blancas.

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martes, 12 de enero de 2010

Besos

Besos
con sabor a caramelo,
que al ponerlos en mis labios
me llevaban hasta el cielo.

Besos
con sabor a hierbabuena,
con pasión me regalabas
y se alejaban mis penas.

Besos.
Miel, azúcar y canela
que endulzaban la amargura
de tantas noches en vela.

Besos.
Embriagante medicina
que ansiosa necesitaba
como dulce vitamina.

Besos,
que un mal día me negaste
sin saber porque ni cuando
a otros labios entregaste.

Besos,
que ahora busco en mis sueños
e imagino en otra boca
de la que eres nuevo dueño.

Besos,
un derroche de dulzura,
un sabor que con tu ausencia
transformaste en amargura.
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lunes, 11 de enero de 2010

Amiga mía


Me cuentas que es un tipo interesante.
Te digo que es un necio arrogante.
Que es todo un señor y un caballero.
¿Sólo porque te dice “tú primero”?

Que tiene una charla fascinante.
Perdona, es estúpido y pedante.
¿Un tío de lo más inteligente?
Y yo te digo que es un prepotente.

Ya ves, amiga mía, qué ironía…
que en ésto seamos la noche y el día
Tú crees que has tenido una gran suerte
con el hombre que yo he odiado a muerte.

Todo en su vida es una gran mentira.
¡Si es falso hasta el aire que respira!
Créeme, que como yo eres una más
y cuando él ría con otra, tú llorarás.

Lo encuentras atractivo, sexy y guapo
y yo te digo que antes beso a un sapo.
Atento y servicial. Todo un galán.
No te enfades, pero es sólo un patán.

Dice que eres la mujer de su vida.
Si supieras para cuantas hay cabida...
Es sólo un embustero y un farsante.
¡Por Dios…si ni siquiera es buen amante!

Con la voz de la amistad solo te hablo.
Escapa de él como del mismo diablo
pues no vale la pena todo el daño
que te hará quien vive inmerso en el engaño.

Sin celos, sin rencor y sin envidia...
ahórrate la experiencia, amiga mía,
No te equivoques ni repitas mi error
porque tú te mereces alguien mejor.
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sábado, 2 de enero de 2010

Lección de humildad gracias al bacalao

Acababa de estrenar un vestido que me enamoró con solo verlo y que compré sin pensármelo dos veces.
Muy a la moda de hace unos treinta años era de seda, con corte camisero y un largo justo por debajo de la rodilla. La falda, ligeramente acampanada, ondeaba graciosamente al andar y, enfundada en él, me encontraba francamente atractiva y totalmente irresistible.
Estaba convencida, sin lugar a dudas, de que lo habían diseñado especialmente para mí.
Era la segunda vez que me lo ponía y ya no podía esperar más tiempo para lucirlo entre mis compañeras de oficina, segura como estaba que iba a despertar muchos comentarios de admiración y más de una mirada de envidia, cosa que así fue.
Fueron tantos los halagos que recibí al hacer mi entrada triunfal en el despacho que esa mañana mi rendimiento alcanzó mínimos casi vergonzosos, ya que pasé más horas de pie que sentada, buscando cualquier absurdo pretexto para levantarme de la silla y poder lucir mi palmito por todo lo largo y ancho de la oficina.
Montada en el carro de mi vanidad, el día era maravilloso y casi me sentía como una miss recién coronada.
Hasta que llegó la hora de comer.

Siguiendo la rutina de cada día, tres compañeros más y yo nos dirigimos a uno de los restaurantes más cercanos y, no recuerdo por qué motivo, ese día elegimos uno de los más selectos entre los que normalmente frecuentábamos.
Para mis adentros pensé que era el sitio idóneo para seguir luciendo mi fantástico vestido.
El primer plato ni lo recuerdo pero sí, y con toda claridad, el segundo, uno de mis favoritos. Bacalao con samfaina, una deliciosa salsa similar al pisto y que forma parte de nuestra cocina catalana.
El vestido, la comida…el día estaba siendo perfecto y nada hacía prever el desastre que se avecinaba. Ni la experiencia del camarero que nos atendía ni su destreza en el manejo de los platos a la hora de servir.
Pero sucedió.
Se acercaba ya hacia mí, con su impoluta americana blanca. Con un aire totalmente profesional sostenía en su mano derecha un plato y en su izquierda otro, el del tan esperado bacalao. Se me hacía la boca agua con solo ver el humeante plato. Ya a mi lado, se inclinó levemente para depositarlo frente a mí.

Posiblemente tuvo una laguna mental o un fallo de coordinación y olvidó que era solo él quien debía inclinarse al servir, no el plato. El caso es que, con ojos aterrados, vi como la salsa, siguiendo la inclinación que había adquirido el plato y obedeciendo a la ley de la gravedad, se lanzaba al vacío y empezaba a caer, lenta pero inexorablemente, hasta estamparse sobre mi falda y sin poder hacer yo nada por evitarlo.
Por suerte, el bacalao, que oscilaba peligrosamente en el borde del plato, no siguió la trayectoria de la salsa, en parte gracias a que la Diosa Fortuna tuvo cierta compasión de mí, y en parte gracias a un malabárico movimiento de muñeca del camarero, lo cual evitó lo que ya hubiera sido el broche de oro a tan accidentada forma de servir.
La alta temperatura de la salsa sobre mis piernas me levantó de la silla a la velocidad de un rayo y sin poder contener un grito me convertí, y esta vez muy a mi pesar, en el centro de todas las miradas de los demás comensales.

Y como lava, la enorme mancha rojiza se iba extendiendo por mi vestido.
El día, evidentemente, había ya dejado de ser perfecto.

De nada sirvió el sifón que casi a chorros el atribulado camarero, deshaciéndose en excusas, me echó sobre la mancha, a no ser el conseguir dejarme las piernas, segundos antes casi abrasadas, en algo parecido a dos barras de hielo. De nada sirvieron sus mil disculpas y perdones…mis efímeras horas de gloria habían finalizado.
Mi regreso a la oficina, por supuesto, fue bastante menos triunfal que mi llegada.
El color de mi cara se confundía con el escandaloso rojo tomate de la mancha, la cual se iba haciendo más ostensible a medida que mis compañeras, las envidiosas no, las otras, se esforzaban en aplicarle mil remedios de emergencia.
El resto de la jornada no me moví de la silla.
Igual de vergonzoso fue el regreso a casa, en un metro repleto de cientos de pares de ojos posados en mi vestido, y no precisamente admirando lo bien que me quedaba.
Tras un trayecto que se me antojó interminable, llegué a casa y el vestido fue derecho a la lavadora mientras yo invocaba a todos los dioses para que la mancha desapareciera.
Imaginé que sus sonoras carcajadas a mi costa no les permitió escuchar mis súplicas, porque la mancha resistió un lavado, y otro, y otro más…a todas las temperaturas y con todos los programas posibles y detergentes milagrosos que había en el mercado.
Era evidente que estaba pagando mi exceso de vanidad

Creo que por puro agotamiento tras tantos lavados, la mancha se difuminó pero no conseguí, de ninguna manera, eliminarla completamente y, muy a mi pesar, el vestido pasó al más absoluto de los olvidos en el fondo de mi armario. Y quizás en la confianza de que el tiempo obrara un milagro, no lo tiré.
Y el milagro ocurrió en la siguiente temporada.
Como dijo Santa Teresa, los caminos del Señor son inescrutables. Y los de la moda, añado yo, también.
Al año siguiente, el largo de los vestidos había cambiado radicalmente y pasaba a ser corto lo que antes había sido largo. Mi mancillado vestido estaba ya totalmente pasado de moda y ahora se trataba de lucir piernas, cuanta más mejor.
No lo dudé ni un momento. Como quien resucita a un muerto, lo desenterré de su forzoso olvido y, a golpe de tijera, conseguí dos objetivos: eliminar definitivamente la mancha y, con ella, más de dos palmos de tela que, en cuestión de minutos, lo convirtieron en un modelo de lo más moderno y actual.
Un año después, de nuevo ufana y radiante, entraba en la oficina luciendo la nueva versión de mi vestido y, además, un buen trozo de piernas lo cual, esta vez, no solo provocó la admiración de mis compañeras sino también la de más de un compañero.
Y con todo esto aprendí dos cosas: Que del pedestal de la vanidad te puede hacer caer un simple bacalao con samfaina y que, como en muchas otras circunstancias de la vida, casi siempre hay una segunda oportunidad.

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