domingo, 27 de marzo de 2011

El seis

La una apunta hacia el norte,
la otra señala hacia el sur.
Las miro y me despierto
más agria que un yogur.

Osado y provocador,
irrumpe un seis fluorescente
en el mejor de mis sueños
con un tintineo estridente.

Tantea en la oscuridad
mi mano con furia asesina
y de un manotazo certero
lo acallo, sin más pamplinas.

Furiosa le doy la espalda
y me acurruco de nuevo
sobre mi amado colchón,
que el resto me importa un huevo.

Pero el seis sigue ahí,
orondo y regordete,
desafiando mí sueño.
Y va camino del siete.

Cinco minutos, no más,
dame esta breve alegría,
que aún no han puesto las calles,
que aún no se ha hecho de día.

Cierro los ojos con fuerza,
mando al seis al carajo
y me paso por el forro
que hoy es lunes y trabajo.

Intento coger el hilo
del sueño interrumpido
que despavorido huye
al escuchar un zumbido.

De nuevo ataca el seis,
y esta vez con compañía,
que veinte le siguen detrás
en exacta sincronía.

Maldigo a ese tirano
y a sus huestes desalmadas
que martillean mi cabeza
por debajo de la almohada.

Más fuerte que el anterior
es mi segundo guantazo
que lo deja tambaleante
y casi, hecho pedazos.

Por fin se hizo el silencio
pero el seis, que no se mueve.
¡Si te pongo boca abajo
te convertiré en un nueve!

Estoy sola ante el peligro.
Cobardes…¡así ya podréis!
pues ahora ya son treinta
los que le siguen al seis.

Te odiaré hasta el viernes,
maldito despertador,
y a este seis enemigo,
de mis sueños, saqueador.

De nuevo un tercer zumbido,
como señal de victoria,
suena mientras observo
que el seis ya casi es historia.

Porque se acerca el siete,
peleón y con visera,
señal de que sale el sol
y yo salgo a la carrera

de los brazos de Morfeo,
salto veloz de la cama,
le gruño al nuevo día
y digo adiós al pijama.
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martes, 22 de marzo de 2011

Lloca y yo

Era pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos.
No, no era Platero. De haberlo sido, yo sería Juan Ramón Jiménez y, es evidente, no lo soy.
Quien respondía a tan tiernas características era, ni más ni menos, que un pollito.
Pero no uno cualquiera ni uno más, no. Era mi pollito.
Y esta es la historia de mi pollito y yo.
Fue un delicioso y diminuto regalo que recibí por la compra de una docena de huevos. Mejor dicho, la compra la hizo mi madre, que yo a mis tiernos siete años todavía no estaba para tales menesteres y que, seguramente, ese día maldijo a dos personas. A ella misma, por insistir en que yo la acompañara y al vendedor que, pionero en estrategias de marketing, regalaba pollitos a cambio de doce huevos.
Estoy hablando, por supuesto, de hace muchos años. Hoy, posiblemente, al vendedor de huevos le caería una denuncia por tráfico de animales. Pero entonces eran otros tiempos.

El astuto vendedor lo sostenía en sus manos, justo a la altura de mi nariz, invitándome a acariciarlo mientras le dedicaba a mi madre la mejor de sus sonrisas, ella a él una mirada asesina y yo a ella, percibiendo el inminente riesgo de perder tan inesperado regalo, la más conmovedora de mis miradas suplicantes.
Ante aquel chantaje emocional, y en clara desventaja numérica, su “Bueno, vale”, tras unos eternos segundos de titubeo, sonó en mis oídos como música celestial y poco después mi madre, una docena de huevos, un pollito y yo emprendíamos el camino a casa. Mi rostro mostraba una sonrisa radiante, similar a la que solía lucir al inicio de mis vacaciones escolares.
El de mi madre, no.
El regreso fue amenizado por un incesante piar del pollito, que yo supuse se debía a la felicidad que le embargaba pero que mi madre, más realista, atribuyó a una súplica desesperada para que se le liberara de aquel diminuto habitáculo de cartón en el que le habían metido y del incesante balanceo a que, en mis brazos, se veía sometido.
Posiblemente mi madre tenía razón. Como siempre.

Fuera lo que fuera, llegamos al fin a casa. Yo, con esa sonrisa que parecía se me había congelado en la cara, hice la presentación oficial del pollito al resto de la familia, liberándolo de su encierro y colocándolo, cual jarrón, en el centro de la mesa del comedor. Cinco pares de ojos analizaron al pollito de patas a cabeza, cosa que duró un par de segundos dado su diminuto tamaño.
Una vez superado el examen visual, tras el cual comprobé que a los demás miembros de mi familia, incluida mi madre, se les dibujaba una sonrisa muy parecida a la mía, tomó la palabra mi padre.
Me hizo serias advertencias acerca de mi responsabilidad para con el pollito. Todo un alegato en defensa de los animales y como tratarlos. Yo, ante la solemnidad del momento, había borrado ya de mi cara la bobalicona sonrisa y asentía con fuertes movimientos de cabeza, mientras sentía que mis trenzas bailaban en el aire.
Finalizado el acto, comencé a organizar mentalmente una agenda de tareas relacionadas con mi pollito y, como prioridad número uno, anoté en mi cabecita la de buscarle un nombre.
Era fundamental. Nadie puede tener a otro ser a su cargo sin saber como llamarle. El nombre forma parte de la identidad de cualquier ser vivo, tenga dos o cuatro patas, y mi pollito no era una excepción. El momento, pues, requería mi máxima concentración.

Pero mi concentración no parecía estar por la labor, pues solo acertaba a dar con nombres o bien ridículamente cursis o exageradamente extravagantes. A veces, incluso, coincidían en un mismo nombre las dos cosas.
Fue un momento complicado, pero no podía seguir adelante sin resolver ese problema. Entrando en vías de desesperación, no solo yo sino también mis padres viendo que aquello se eternizaba, decidí aceptar ayuda del exterior. Mi madre, que a esas alturas parecía haber perdido ya su animadversión hacia mi pollito y que, juraría, estaba con él casi tan entusiasmada como yo, acudió en mi ayuda.
“Lloca” me dijo. Le puedes llamar Lloca.
“Lloca…” repetí, mientras velozmente buscaba en el archivo de mis conocimientos el significado de aquella palabra.
Nada. O se había traspapelado o no existía, porque no llegué a dar con él.
Me lo facilitó mi madre, viendo mi cara de boba ante tal incógnita.
“Lloca es la gallina que empolla sus huevos. Tú debes conocer la palabra en castellano, que es "clueca”, me dijo.

Moví, por segunda vez en el día, la cabeza afirmativamente mientras me preguntaba porque no me lo habían enseñado en la escuela, cosa que descubrí años después, y por qué extraña ciencia infusa sabía mi madre que aquel pollito era hembra.
Y, puesta a preguntarme, también me pregunté porqué esa extraña ciencia infusa la había llevado a pensar que mi futura gallina, si así el tiempo lo confirmaba, llegaría a empollar sus huevos, cosa para la cual se precisaba, previamente, de un macho. Que hasta ahí ya llegaba yo.
Y en casa, de macho animal solo había un perro, que para el caso no servía de nada.
Fue mi primera constatación de que esa curiosa ciencia infusa de mi madre no era más que un sexto sentido que dio de lleno en la diana pues, al cabo de un tiempo, mi pollito se convertía en una hermosa gallina.
Pero en esos momentos eso todavía era una duda, aunque a mi fantasía le fue sumamente fácil imaginarse el futuro de Lloca, que así determiné llamarla como gesto de agradecimiento a mi madre.
Pensar en darle apellidos me pareció excesivo.
En ese futuro la veía, presumida y orgullosa, paseando por el terrado de casa, lugar donde pensaba ubicar su vivienda, seguida de su numerosa prole de pequeños pollitos, pues daba por sentado que sería una gallina prolífica.
Quedaba por resolver, en ese sueño, el tema del padre de los pollitos, que seguía siendo una incógnita, pero supuse que el tiempo ya pondría a un apuesto gallo en su camino.

Aterricé de mi desvarío para tocar de pies al suelo y pasar al segundo tema que ocupaba mi agenda. La vivienda de Lloca que, sin lugar a dudas, debía ser en el terrado. Había espacio más que suficiente para ella. Incluso si se diera el caso de que tuviera familia numerosa.
Había que pensar en todo.
¡Qué feliz debía sentirse Lloca, que no había cesado un minuto de piar! En un par de horas, su vida había cambiado totalmente. De ser un pollito anónimo había pasado a tener un nombre y vivienda propia. Y todo gracias a una docena de huevos.
A la espera de que las obras de su gallinero estuvieran terminadas, tarea que encargué a mi abuelo ebanista y al que nada me costó convencer, ubiqué a Lloca en una caja de zapatos. Pero no una cualquiera, no. En una enorme, de mi abuelo, que tenía unos pies tan grandes como el corazón que los movían.
Con muy buena voluntad y muy poca idea, acondicioné como mejor pude el provisional habitáculo de Lloca, procurando que no le faltara de nada y mucho menos lo imprescindible, que era el aire. Agujereé la caja hasta que pareció un enorme queso de gruyere, para que estuviera debidamente ventilada y dí por sentado que, desde el interior, Lloca estaría encantada con el sistema de ventilación de su vivienda.
Seguro, porque no dejaba de piar.
Y con la satisfacción del deber cumplido, esa noche dormí el mejor de mis sueños. De haber padecido insomnio, estoy convencida de que no hubiera contado ovejas, sino gallinas.

Sólo un par de días precisó mi abuelo para construir el gallinero. Cuando lo vi terminado pensé que se le había ido un poco la mano en ello, pues cuando Lloca hizo su entrada oficial en el mismo, me pareció aún más diminuta. Tan grande era aquello, que más que un gallinero, se asemejaba a un duplex. Pero pasadas unas semanas, y viendo la rapidez con que Lloca crecía, me dí cuenta de que mi abuelo lo había construido con vistas al futuro.
Hombre previsor, mi abuelo.
Y aún así, se quedó corto en sus previsiones, pues Lloca crecía tan deprisa, hecho que atribuí a mi esmerado cuidado en su alimentación, que en poco tiempo de nuevo mi abuelo tuvo que hacer reformas en el gallinero para adecuarlo a su tamaño.
Ahora ya parecía un triplex.
Crecía tanto y tan rápido, que muy pronto dejó de ser un tierno pollito para convertirse en una hermosa gallina, tal como había intuido mi madre.
Me dí cuenta de ello el día que descubrí que ya no piaba. Había pasado al cacareo.
Como toda una señora de su casa, ufana y rebosante de energía, se acomodó el gallinero a su manera y se hizo dueña y señora del mismo. A su interior, solo yo podía tener acceso, lo cual me llenaba de orgullo. El resto de mi familia lo intentaron, sin éxito, cientos de veces. Primero a las buenas, más tarde a las malas. Finalmente, dejaron de intentarlo.

A picotazo limpio, Lloca marcaba su territorio y su propiedad y ni el factor sorpresa ni sutiles artimañas conseguían cogerla desprevenida una sola vez. Era capaz de defenderse, ella sola, de cualquier intruso que invadiera su espacio y su intimidad, sin importarle si lo hacía solo o con refuerzos. Si era preciso, se dejaba las plumas en ello.
Al más puro estilo Rambo
Pero puesta a marcar territorio, Lloca no se andaba con chiquitas y demostró que sus ansias de nuevas conquistas no tenían límites. Amplió su demarcación allende el gallinero y, cuando correteaba detrás de mí por el terrado, cualquier otra persona que se atreviera a poner los pies en él, de inmediato se batía en retirada, arrepentida de tal osadía. Todo pie que fuera mayor que el mío, era objetivo enemigo que, sin piedad, acribillaba con su pico guerrero. Mi madre y mi abuela, especialmente, fueron quienes más caro pagaron su atrevimiento, pues su gasto en medias aumentó considerablemente desde que Lloca entró en casa. No había media que se resistiera al afilado pico de mi gallina, en su fijación por los pies humanos.
Ante este hecho, y en beneficio de su integridad física, las dos optaron por limitar sus salidas al terrado bajo previo aviso, a fin de que yo sujetara a Lloca.
Creo que empezaron a odiarla.

Con tanta actividad física, Lloca precisaba mantenerse en forma y así, entre picotazo y picotazo y a falta de una sala de fitness en su gallinero, le enseñé a subir y bajar las escaleras, un sencillo ejercicio a fin de que tonificara sus patas y, además, muy saludable para el corazón.
Dos pisos, dos, subía y bajaba a pequeños saltitos y de peldaño en peldaño, sesenta para ser exactos, y siempre detrás mío. Ni se inmutaba si algún vecino coincidía con ella durante su entrenamiento físico, que Lloca era muy responsable y estaba siempre por la labor. Sin embargo creo que ellos, los vecinos, nunca llegaron a acostumbrarse a la nueva inquilina de la casa y la miraban con cierto recelo. A mis padres los miraban con cierta pena.
A mí, ya ni me miraban.
Pero tantas batallas en defensa de su territorio y tanto ejercicio bien merecían un descanso, que no solo de picotazos vivía Lloca. Y, por supuesto, yo era el descanso de mi guerrera.
Como si de una cabina de estética se tratara, la tendía en mi regazo panza arriba y, suavemente, la acariciaba. Mi masaje antiestrés para gallinas parecía ser que le encantaba, pues poco a poco se iba adormeciendo hasta que sus ojos se cerraban por completo y su cabeza colgaba sobre mis rodillas. Tanto se estiraba su cuello, que más de una vez llegué a pensar que algún antepasado de Lloca debía haber tenido alguna turbia relación con una jirafa.

Pero no era Lloca el primer animal que pasaba a formar parte de mi familia y tampoco sería el último. Otro, éste de cuatro patas y con rabo, le precedía. A mí no me nombro porque, a pesar de que alguna vez alguien me había calificado como tal, siempre me consideré perteneciente al rango de los humanos.
Lassie, un precioso y enorme pastor alemán, era el segundo representante del reino animal en casa. Vivía en un local situado en la planta baja del edificio, en donde mi padre tenía un pequeño taller, pero que disponía de un gran patio en su parte exterior, lugar ideal para que Lassie campara a sus anchas y, a la vez, ejerciera de vigilante diurno y nocturno del mismo. Era un trabajo a jornada completa y sin posibilidad de turnos.
El primer y último encuentro entre Lloca y Lassie fue tan imprevisto como accidentado. Si las gallinas tienen ángel de la guarda, ese día el de Lloca se ganó el cielo. Mejor dicho, como me imagino que el cielo ya se lo había ganado, se ganó el paraíso.
Fue el día en que a Lloca le dio por las piruetas acrobáticas, con salto al vacío y sin red.
Ese día pensé que la perdía para siempre.

Correteaba por el terrado, aleteando torpemente a fin de avanzar más rápida. En uno de sus aleteos, quizás intentando emular a una grácil paloma, consiguió alcanzar la barandilla. Justo dos pisos más abajo estaba el patio donde Lassie, en ese momento y como tantas otras veces, se entregaba a una extraña distracción, revestida de cierto aire de masoquismo. Dar vueltas sobre sí mismo persiguiendo su propia cola. A mí siempre me pareció un juego bastante absurdo, pero ya se sabe que la mente humana no tiene porque ser igual que la de un perro.
La persecución finalizaba o bien cuando conseguía agarrarse la cola, algo que hacía con tanto entusiasmo que lograba arrancarle algunos pelos, o bien cuando la cola se negaba a ser mordida y, mareado de tantas vueltas, Lassie se tambaleaba y caía al suelo. Cuando esto sucedía, perdía todo su glamour de pastor alemán y su poder de intimidación descendía bajo mínimos.
Bien, pues era en ese momento, en el que se incorporaba de su enésima caída, cuando miró hacia arriba, donde estaba Lloca haciendo equilibrios. Y la vio.
Miré a los ojos de Lassie y él clavó los suyos en mi gallina que, ajena a cuanto estaba pasando por la cabeza de mi perro, seguía cual acróbata recorriendo la barandilla, saltito a saltito y como si de una cuerda floja se tratara.
Lassie ya se estaba relamiendo el hocico.

Y sucedió lo que yo me temía, Lloca perdió el equilibrio y, antes de que yo pudiera sujetarla, caía en picado hacia el vacío, mientras con su torpe aleteo intentaba, inútilmente, levantar el vuelo. Su grito de socorro era un desesperado cacareo, a dueto con los ladridos de Lassie que, viendo su objeto del deseo cada vez más cerca, movía frenéticamente su martirizada cola.
Y yo gritaba.
Tal variedad acústica hizo que mi familia al completo acudiera veloz al lugar de los hechos, justo a tiempo de ver como Lloca, más que aterrizar, se estrellaba contra el suelo, a medio metro de Lassie, que necesitó un par de segundos para reaccionar y cerciorarse de que aquello no era un sueño. Dos segundos que Lloca aprovechó para incorporarse y emprender una vertiginosa carrera patio a través perseguida por mi perro, ya totalmente recuperado del shock.
Había también un tercero que corría como un rayo escaleras abajo, y ese era mi padre, para llegar al local antes de que tuviera lugar una masacre.
Un par de plumas de Lloca adornaban ya el hocico de mi perro y otras muchas flotaban en el aire cuando, casi al vuelo, pudo mi padre agarrar a mi gallina kamikaze y dejarla fuera del alcance de Lassie.
Como héroe de una película bélica, depositaba en mis brazos a mi maltrecha Lloca que, por una vez en su vida, ni piaba ni cacareaba.

Y así, con muchas alegrías y algún que otro susto, compartí con Lloca muchas horas felices. Hasta que un día todo cambió.
Fue cuando mi madre compró otra docena de huevos y apareció en casa con ellos y otro pollito.
Era evidente que se había encariñado con Lloca y, pensé, había decidido regalarle un hermanito. Está claro, madre no hay más que una.
Y me la comí a besos.
Inmediatamente, y tras el ritual de la presentación oficial, instalé al nuevo inquilino en el gallinero de Lloca, la cual no le hizo una fiesta de bienvenida pero tampoco le dio con la puerta en las narices. Esto último hubiera sido imposible porque ni Lloca podía cerrar una puerta ni el pollito tenía nariz.
Esta vez mi madre no utilizó su sexto sentido para pronosticar el sexo del pollito, lo cual me creó una seria duda a la hora de elegirle un nombre. A la espera, pues, de que el tiempo lo hiciera evidente, le atribuí el sexo femenino.
“Tita, se llamará Tita” dije.
Tal alarde de imaginación debió dejar sin palabras a mi familia, pues no dijeron nada.
A los mayores, a veces, no los entendía.

La convivencia era pacífica y apacible. Parecía que cada una tenía su espacio dentro del gallinero y respetaba el de la otra. Y hablo en femenino porque, al cabo de un tiempo, descubrimos que también Tita era una gallina y que, al igual que Lloca, crecía con suma rapidez. Cuando alcanzó el mismo tamaño que Lloca terminaron las relaciones cordiales y se declararon la guerra.
Fue el principio del fin.
No sé si por incompatibilidad de caracteres o porque las dos estaban convencidas de que aquel gallinero solo admitía a una gallina como dueña pero, fuera lo que fuera, comenzaron a enfrentarse en pequeñas peleas que, al principio, se limitaban a esporádicos picotazos de la una contra la otra pero que, a medida que pasaban los días, eran cada vez más frecuentes y feroces. Lloca había marcado su territorio y ahora lo defendía con uñas y pico. No había lugar para Tita, pero ésta no se conformaba y oponía resistencia.
En poco tiempo, aquello se transformó en una batalla sin cuartel y sus peleas nada tenían que envidiar a las tan famosas de su sexo contrario.
Era una guerra sin tregua en la que solo se concedían un descanso para comer y dormir y en la que yo, intentando ejercer de mediadora, solo conseguí llevarme un aluvión de picotazos en las manos. Como embajadora de la paz, fui un rotundo fracaso.
Aquello era un asunto entre gallinas.

Hasta que llegó un día en que la pelea fue más cruenta y dura que las anteriores. Cuando por enésima vez corrí a separarlas, ya era demasiado tarde. El gallinero parecía haber sido testigo de una matanza. Manchas de sangre salpicaban todos los rincones y el blanco pelaje de Tita y Lloca. Ésta, como soldado tras una batalla, se paseaba aturdida y tambaleante por su territorio reconquistado mientras Tita, ya sin vida, yacía en el suelo.
Hecha un mar de lágrimas, enterré a Tita en el patio donde, meses atrás, Lloca y Lassie habían tenido sus más y sus menos.
Me aseguré, eso sí, de hacerlo en un lugar seguro y fuera del alcance olfativo de mi perro, tan dado a las excavaciones que para sí lo hubieran querido en Egipto.
Y como a pesar de lo ocurrido la vida seguía, confié en que todo volvería a la normalidad una vez Lloca ya no tuviera rival.
Craso error.
Lloca ya no fue nunca más la misma. Aún hoy no se a qué se debió, pero poquito a poco perdió su vigor y su energía. Ya no le importaba que pies extraños anduvieran por sus dominios. Apenas comía y no salía del gallinero, donde permanecía todo el día acurrucada en un rincón.
“Quizás se siente culpable de lo que ha hecho…” insinué un día.
Por la forma en que me miraron, deduje que mis padres no compartían mi opinión.

Aquello era una lenta agonía. Todos lo veíamos, al igual que yo veía reflejada mi tristeza en los ojos de mi madre.
Fue ella quien, un día, haciendo un esfuerzo y echando mano de las palabras más delicadas, me apuntó la posibilidad de sacrificarla. Indignadísima por tan criminal propuesta, le dije una y mil veces que no. Lloca se recuperaría. Era cuestión de tiempo.
Pero el tiempo le dio la razón a mi madre.
Finalmente, se me hizo tan insoportable ver a Lloca en ese estado que, armándome de valor y tragándome las lágrimas, acepté la propuesta. Con toda su ternura, dijo mi madre: “Ve al colegio y cuando vuelvas ya no estará. Yo me encargaré de que sea lo más rápido posible”.
Y así fue. Cuando volví ya no había ni rastro de Lloca. El gallinero estaba vacío y totalmente limpio. Mi madre se había apresurado en recoger todo cuanto me hubiera podido recordar a aquel pollito que un día, a cambio de una docena de huevos, había entrado a formar parte de mi vida.
Ese día apenas comí. Tenía un nudo en la garganta, otro en el estómago y otro en el corazón, que me lo oprimía cuando pensaba en Lloca.

Al día siguiente, de regreso del colegio, me esperaba en la mesa un humeante tazón de caldo. Mi pena seguía siendo muy grande, pero descubrí que mi apetito comenzaba a serlo también. Dí buena cuenta de ese caldo en un abrir y cerrar de boca. Algún ingrediente especial debía tener, pensé, pues sabía y me sentó de maravilla. Me vino a la cabeza un dicho que había escuchado varias veces en casa: “Las penas con pan son menos” y tuve que aceptar que era del todo cierto. Y si eran con un buen caldo, me dije, ya casi no eran penas.
Cuanto sabían los mayores.
Y aquí, justo en este punto, habría terminado el relato de la historia de Lloca si no hubiera sido porque, una vez más, esa maldita curiosidad que parece ser llevo marcada en mi ADN, entró en escena y, como tantas otras veces, me impulsó a meter las narices donde no me llamaban.
En ese caso, para ser exactos, no fueron las narices sino las orejas. Las metí en la cocina, donde hacía rato oía cuchichear a mi madre y a mi abuela.
“Es mejor que no lo sepa. Lo está pasando mal, la pobre, pero hubiera sido una pena desperdiciarlo…” decía mi madre.
Se me erizaron los pelos. Todos. Hasta los de las trenzas.
”Sí. Al fin y al cabo, estaba bien alimentada y ha hecho un buen caldo…” respondía mi abuela.

Me quedé horrorizada, con los ojos abiertos como platos, mientras cubría mi boca con una mano porque sentía que algo en mi interior se revolvía y amenazaba con volver al sitio por donde había entrado.
Permanecí unos segundos así, hasta que pasó el peligro y destapé mi boca. El grito que de ella salió hubiera silenciado al que Janet Leigh, bajo la ducha, lanzó en “Psicosis”.
Como una poseída, irrumpí en la cocina. Ya no gritaba. Aullaba.
“¿¿Quién ha hecho un buen caldo?? ¿¿Quién??”
El silencio me dio la respuesta que ya me temía.
Repetí la pregunta y se repitió el silencio. Las chispas que sacaban mis ojos hubieran podido incendiar la cocina.
Finalmente, fue mi madre quien habló y me confirmó la macabra noticia.
“Lo siento, hija, pero estaba sana y bien alimentada. Tú te encargaste muy bien de ello. Ahora, ella lo ha hecho contigo”.
No entendí nada esa extraña reciprocidad. De nuevo se me revolvió el estómago que lo sentía, ahora, ocupado por Lloca.
Les lancé la más furiosa de mis miradas y el portazo que dí en mi habitación hizo temblar los cimientos de la casa.
En ese momento, y por muchos días, odié a mi madre.

Pero el tiempo pasa, que es una de sus principales misiones, una se hace mayor, que también es una de las misiones en este mundo, y comienza a entender muchas cosas, misión en la cual todavía ando bastante rezagada.
Y una de las cosas que entendí, años después, fue que Lloca llegó a casa en tiempos económicamente difíciles y que nada estaba de más para poder alimentar bien a la pequeña de la familia. O sea, yo.
Y pienso que quizás con esa misión, para regalarme un buen tazón de caldo como sabrosa despedida, vino a parar un día Lloca a mis manos.
Siempre tendrá un lugar en mi rincón de los recuerdos queridos, a pesar de que muchos piensen que una gallina no es más que eso, una gallina. Pero ocupó un sitio importante en mi mundo de niña, un sitio transitorio en mi estómago (perdóname, Lloca) y tendrá siempre su espacio, su eterno gallinero, en mi corazón.

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domingo, 6 de marzo de 2011

Quizás...

No será hoy, ni mañana, ni pasado
cuando pies y alma te pidan el regreso,
cuando calado de nostalgia hasta los huesos
des marcha atrás para desandar lo andado.

Puede que aguarde, cual Penélope paciente,
tejiendo esperas y bordando amarguras
o puede que abra mi puerta a la aventura
de encontrar algo de ti entre otra gente.

Quizás me halles contando los minutos
que me encadenan a ti desde tu ausencia,
o quizás busques en vano mi presencia
porque a mi amor no le sienta bien el luto.

Puede que arrugas me dibujen tu olvido
y que mis ojos sean mares de impaciencia,
o que mi orgullo se tome la licencia
de engalanarse con su mejor vestido.

Quizás mi piel se marchite en la espera
de que tus manos la rieguen con caricias,
o quizás beba de otro cuerpo la delicia
de florecer en una nueva primavera.

No será hoy, ni mañana, ni pasado
pero el fracaso será un día tu equipaje
y esas alas que ayer fueron tu bagaje
quizás me crezcan a mí y haya volado.
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martes, 1 de marzo de 2011

Te vencí

Llega despacio, de puntillas, silenciosa,
rozando apenas el aire que respiro.
Sombra invisible del fantasma que me acosa,
imperceptible como el más fugaz suspiro.

Siento en mi cuerpo su intangible abrazo,
envenenado como beso de serpiente,
y yo la ignoro, la esquivo, la rechazo,
cierro los puños y me muestro indiferente.

Me acorrala en la esquina de mi calma
y me recorre su mirada felina.
Soy presa fácil si no acorazo mi alma,
si no escapo de su presencia dañina.

Es sigilosa, pero siempre al acecho
de lanzarle un zarpazo a mi armonía,
de arañarme en lo más hondo de mi pecho
devorando lentamente mi alegría.

Cierro las puertas pero ella ya está dentro.
Como inquilina que se adueña de mi casa
sale a mi paso en indeseado reencuentro
y su esencia me contagia y me traspasa.

Me envuelve su halo de oscuras nubes grises
que ensombrecen mi mundo de colores.
Escalofrío en el calor de días felices,
mala hierba que germina entre flores.

Entonces es cuando la miro frente a frente
y una sonrisa disparo en su cabeza,
me escudo tras bellos recuerdos en mi mente
y, abatida, a mis pies cae la tristeza.
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