jueves, 31 de diciembre de 2009

Un deseo...

Con las doce campanadas,
doce uvas de la suerte.
Una por cada mes
del nuevo año que viene.

Doce granos de ilusión
y, en silencio, un deseo.
Que la tristeza se olvide
de aquellos a los que quiero.

Y entre ellos, mis amigos
visitantes de este blog.
Compañeros del camino
que sigue mi corazón.
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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Para vosotros...

A todos vosotros, amigos que visitáis mi pequeño mundo de letras y que lo hacéis grande con vuestra presencia y vuestros comentarios, quiero desearos de todo corazón unas felices fiestas y que el nuevo año convierta en realidad todos vuestros sueños.

Y construid nuevos sueños para seguir soñando!

Con todo mi cariño,

Núria

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miércoles, 16 de diciembre de 2009

Subida a una silla

Me moría de vergüenza
cuando, subida a una silla,
empezaba a recitar:
“Reunidos en este gran día…”

Y cuatro pares de ojos,
rebosantes de alegría.
me miraban y, en silencio,
escuchaban mi poesía.
.
Se me trababa la lengua
pero ellos, como si nada.
Y yo seguía adelante
con la cara arrebolada.

Y mirando hacia el techo,
como si mirara al cielo,
pedía al Niño Jesús
por mis padres y abuelos.

Ya en el último verso,
segura y desinhibida.
era tanto mi entusiasmo
que tambaleaba la silla.

Luego, suspiros y aplausos
alrededor de la mesa.
No sé si por la poesía
o el haber salido ilesa.

Y después de los honores
saltaba al suelo de un brinco
para abrazar a mi público
cada día veinticinco.

Turrón, abrazos y besos,
Barquillos y mazapán.
“Y porque hoy es un gran día,
un dedito de champán…”

Mis recuerdos de Navidad
arrancan con una chiquilla
que, con aires de poetisa,
se subía a una silla.
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domingo, 13 de diciembre de 2009

Si me dices...

Si me dices
que hasta aquí hemos llegado,
te diría
que esperaras la llegada de otro día.

Si me dices
que lo nuestro ya es historia,
te diría
que no quiero ser recuerdo en tu memoria.

Si me dices
que no soy tu compañera de viaje,
te diría
que te pago con mis besos el peaje.

Pero dime lo que piensas.
por favor no te lo calles.
Háblame con la verdad,
no con silencios cobardes.

Y sé valiente conmigo,
atrévete a mirarme
a los ojos mientras dices
que has dejado de amarme.

Si me dices
que ya no seguimos juntos,
te diría
que me muero por seguirte al fin del mundo.

Si me dices
que de mí ya te has cansado,
te diría
que el reposo que preciso está a tu lado.

Si me dices
que no soy lo que esperabas,
te diría
que aún ahora eres cuanto yo soñaba.

Y tan solo mis palabras
no tendrán ningún sentido
si me dices que otras ojos
te cegaron con su brillo.

Me daré la media vuelta,
hablar ya será en vano
pero si dices “lo siento”
responderé que te amo.
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miércoles, 9 de diciembre de 2009

El brillo de sus ojos

Le desesperaba verla así. Sentada en su butaca junto a la ventana y con la mirada perdida en la lejanía, vacía de toda emoción y sin ese brillo que antes, tan fácilmente, asomaba a sus ojos y que a él tanto le gustaba descubrir.
La recordaba tan bonita, alegre y vital, que ahora se negaba a aceptar que sólo fuera una sombra de lo que había sido.
Pero no era el paso de los años, no, con su lógico deterioro físico, lo que la había dejado reducida a casi nada. En absoluto le importaba que hubiera perdido su esbelta figura o la tersura de su piel porque aún ahora al mirarla, inmóvil y distante, le seguía pareciendo tan hermosa como el primer día que la vio No le dolían esas pérdidas, inevitables, que se habían quedado por el camino recorrido juntos. Nada de eso echaba en falta,
Tan solo una única cosa: el brillo de sus ojos, que se había perdido a la vez que perdía, también, su pasado y su identidad. Y sin eso, era como haber perdido su vida.

Estaba preparado para afrontar junto a Rosa la vejez y sus lógicas limitaciones. Incluso había imaginado que se sentirían rejuvenecer al recordar tanta vida compartida, Estaba preparado para todo, menos para esta maldita enfermedad que se había apoderado de ella con una rapidez endiablada. Ni siquiera había podido hacerse a la idea cuando ya Rosa ni siquiera recordaba su nombre. Todos a su alrededor eran extraños a los que miraba con ojos asustados y sólo a veces, por unos segundos, parecía tener un momento de lucidez. Entonces, de nuevo, brillaban sus ojos.
Pero de la última vez hacía ya mucho tiempo.
Ahora la miraba y veía de nuevo esa mujer ágil e inquieta de cuerpo y mente. Devoraba los libros con la misma facilidad con que sonreía cada vez que le descubría observándola entregada a la lectura, recortado su perfil contra ese mismo cristal que ahora la reflejaba lejana y ausente. Cuando no leía, tecleaba frenéticamente en esa vieja máquina de escribir que ahora ya no era más que una pieza de museo. A menudo le preguntaba qué escribía y ella, enigmática, se limitaba a sonreír y decirle: “Nada importante, cariño. Historias que me invento” Y volvía a sumergirse, feliz, en su escritura.

Nunca se le ocurrió indagar a escondidas lo que escribía. Le hubiera parecido una intromisión casi obscena en su intimidad, una muestra de desconfianza que ella no se merecía. Pero algunas veces no podía evitar sentir una punzada de celos, cuando la veía entregada con tanta pasión, porque sabía que en esos momentos Rosa no le pertenecía y que aquellas cosas “sin importancia” por unas horas la alejaban de él
Hoy, día de Navidad, un año más comparte con su familia una deliciosa comida que, esta vez, ella no ha podido preparar. Sentado a su lado, debe hacer un esfuerzo por sonreír y participar del entrañable encuentro, al que Rosa es ajena totalmente.
Risas, brindis y el alboroto de los nietos ante la presencia de los regalos que, bajo el árbol de Navidad, esperan ser abiertos. Le resulta terriblemente cruel saberla tan ausente, abandonada en esa isla perdida que ahora es su mente.
Y en su cabeza aún resuena, como un eco, el sonido de su risa, nerviosa, al abrir los regalos…

Sabe que nada despertará su alegría pero, aún así, le ha comprado un chal de seda, azul como sus ojos, hermosos aunque ya no brillen. Se lo entrega y ella, sin abrirlo, lo mira fijamente. De pronto se levanta y va a su habitación. El silencio reina en el salón y todos se miran extrañados cuando aparece de nuevo con un enorme paquete en sus manos, atado con un lazo rojo y un nombre escrito en el envoltorio.
“¿Quién es Juan?” pregunta mirándolos uno a uno.
Él avanza hacia ella. “Soy yo, cariño, tu marido ¿recuerdas?” Y de nuevo topa con esa mirada suya que tanto daño le hace.
“Entonces esto es para ti” dice entregándole el paquete.
Sorprendido, desata el lazo y rasga el papel. Queda al descubierto una gran caja que abre con manos temblorosas. En su interior, cientos de folios escritos a máquina y una nota de Rosa: “Mi querido Juan, mi amor, si alguna vez abres este paquete será porque yo ya no puedo recordaros. Estaré nadando en las aguas del olvido y mi memoria habrá naufragado. No quiero ser alguien sin pasado, porque de ser así, estaré muerta. No dejes que esta enfermedad me robe el tesoro de mis recuerdos. Aquí está escrita gran parte de mi vida, esas “tonterías” que yo te decía. Léeme un poquito cada día y recuérdame quien soy y como fui. Devuélveme la vida a través de los recuerdos”.

Con un nudo en la garganta, él escoge un folio al azar: “Hoy es Nochebuena y ha nacido nuestro primer nieto. Soy tan feliz que he llorado como una niña. Será, sin duda, el más hermoso de mis recuerdos de Navidad”.
Él la mira con todo el amor de tantos años reflejado en sus ojos y, como si de un milagro se tratara, descubre que en los de Rosa, por primera vez en mucho tiempo, se ha encendido de nuevo el brillo que tanto añoraba.

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lunes, 30 de noviembre de 2009

Mi primer viaje a París

A mis 18 años, mi concepto de la libertad se resumía en dos cosas. Viajar sola al extranjero y tener lo que la dictadura franquista nos negaba, que no era poco. Con el paso de los años, descubrí que la libertad va mucho más allá de esos dos deseos, pero por aquel entonces me conformaba con alcanzar esas dos cosas. O, al menos, una de ellas.
La primera la conseguí en el verano del 74. Para la segunda todavía tuve que esperar un año más.
Viajar a París se me antojaba, entonces, no solo mi primera señal de independencia, sino también salir al mundo, ese mundo del que el régimen represor pretendía mantenernos apartados. Era cruzar la frontera que nos separaba de Europa, en todos los sentidos, y respirar los aires de libertad que aquí se nos negaban. París no solo era el Sena y la Tour Eiffel. Era, además, la aventura, el romanticismo, la libertad de expresión, la cultura, la tolerancia… En definitiva, a mis 18 años, era para mí respirar el aire fresco de la libertad.
Y además, ideales aparte, tenía un novio recién estrenado.
¿Qué mejor lugar, pues, para escaparse unos días? Todo se vislumbraba maravilloso, seductor, atrayente como lo son las cosas que se hacen por primera vez,
Sólo había un pequeño obstáculo que salvar. Pequeño pero importante: mis padres.

Nunca me habían sometido a una vigilancia estricta, a un control férreo, ni siquiera siendo más joven. Por el contrario, eran más bien bastante permisivos conmigo, especialmente mi padre. Confiaban en mí y me iban aflojando la cuerda a medida que me crecían las alas. Aún así, actuaban con la cautela propia de quien tiene a una hija adolescente y, todo sea dicho, bastante alocada.
Así lo entiendo ahora pero entonces, el pretender que aceptaran de buen grado mis intenciones, me parecía exigirles demasiado. Y aún sabiendo que hubiera podido recurrir a mi mayoría de edad, tomé la opción más segura pero también la menos correcta… mentir.
Papá, desde allá arriba, donde seguro estás, espero me lo hayas perdonado… Estoy casi convencida de que ya te lo imaginabas ¿verdad? Lo leía en tu mirada, tan transparente, que nada podía ocultar.
Mamá, tú te hubieras puesto hecha una furia, que te conozco…
Pero, dime… ¿acaso tú no tuviste una vez también 18 años?
Y esta fue la mentira. Donde éramos dos dije, simple y llanamente, que éramos siete. Evidentemente, tuve mucho cuidado en no mencionar números pares…
Y fue tanta mi insistencia y tanto el entusiasmo que les transmití que, una vez escuchadas en silencio todas sus advertencias y recomendaciones, asintieron.
Salvado el primer obstáculo venía el segundo, que era evitar a toda costa que me acompañaran a la terminal del autocar en el que viajábamos.
Para ello, recurrí a las ya tan socorridas frases como “ya soy mayor”, “no os molestéis”, “a nadie les acompaña sus padres” …
No sé si los convencí o accedieron por puro agotamiento, pero el caso es que lo conseguí.
Segunda prueba superada.

Y así, salvados todos los obstáculos, una calurosísima tarde de Agosto mi novio y yo, mochila al hombro, tomábamos asiento en dos estrechos e incomodísimos asientos de un autocar, entre cuyos servicios no incluía el aire acondicionado, dispuestos a compartir sudores y kilómetros con otras cincuenta personas más.
No sé exactamente porqué sucedió, pero ocurrió lo que menos previsto estaba. Quizás fueron los nervios, quizás mis alteradas hormonas ante la excitación del viaje, quizás me fallaron los cálculos, a pesar de haberlos hecho tan meticulosamente, pero el caso es que, justo al arrancar el autocar, unos terribles y familiares dolores de vientre hicieron su aparición, aumentando en intensidad a medida que abandonábamos la ciudad.
Dios mío… me resultaban tan conocidos de una vez al mes, que no tuve duda alguna. Esa señal inequívoca de mi condición de mujer había entrado en escena, provocándome un dolor hasta las nauseas y dejando su tarjeta de visita en forma de una escandalosa mancha en mi recién estrenado tejano.
Una chaqueta atada a la cintura, papel higiénico y las servilletas de papel de las áreas de servicio en las que fuimos parando hicieron su función salvadora hasta llegar a destino. Ni que decir tiene que la noche resultó interminable. Sudorosa, mareada, sucia y sin apenas dormir...
La verdad es que no era un buen comienzo.

Pero como todo llega, a veces incluso cuando menos se espera, también llegamos, por fin, a la Ciudad de la Luz. Yo, casi un deshecho humano, olvidé mi agotamiento en cuanto pisé el suelo de París.
Presurosos, nos dirigimos hacia el hotel donde nos íbamos a alojar, en pleno corazón del Barrio Latino. En mi imaginación me veía ya rodeada de filósofos existencialistas, pintores de vida bohemia, escritores sentados en un bistrot a la espera de la inspiración y frente a una copa de pastís…
Todo esto y mucho más pasaba por mi cabeza mientras soñaba con una buena ducha, ropa limpia y lanzarme a patear la ciudad. Y llegamos al hotel.
Solo con verlo supe que me encontraba ante la segunda cosa que iba mal.
Lo habíamos imaginado sencillo, puesto que la categoría de una estrella no podía dar para mucho. Al entrar, sin embargo, me di cuenta de que la estrella debía ser fugaz y se encontraba lejos de allí, porque aquello, de hotel, solo tenía el rótulo luminoso.
De cinco estrellas, eso sí, era la calificación que se merecía por la cantidad de mugre que se almacenaba en todos los rincones.
La habitación era una especie de zulo, cuyo único lujo era un balcón, con vistas a la calle más concurrida del barrio. Lástima que tenía un pequeño inconveniente…era imposible de abrir.
La ducha, comunitaria, un habitáculo inmundo en donde apenas se podía entrar. Maloliente, sucia y con los desagües embozados con restos de comida que, para más de algún coleóptero que por allí campaba a sus anchas, debían representar todo un festín.
Aún así, obviando las más elementales normas de higiene que me aconsejaban no poner el pie en semejante sitio, me armé de valor y tomé la ducha soñada con la rapidez de un rayo y el total convencimiento de que aquella ducha, más que limpiarme, me ensuciaba todavía más.

Pero 18 años y París son más que suficientes para recuperar la vitalidad y refrescada, que no limpia, nos lanzamos a la conquista de la ciudad.
Y París me conquistó a mí.
Todo, absolutamente todo, me fascinaba. Atravesamos la ciudad de punta a punta, desde los barrios más “chic” hasta los más sórdidos. El famoso dicho de “allí donde fueres, haz lo que vieres” nos vino de perlas para colarnos varias veces en el metro, medio de transporte gratuito para la inmensa mayoría de usuarios que, mediante un atlético salto, accedían al andén con total tranquilidad…
Salíamos de los museos para mezclarnos con el ambiente cosmopolita de la ciudad. No queríamos perdernos ni un detalle, no queríamos dejar ningún rincón por visitar. Mi cámara fotográfica echaba humo, igual que nuestros zapatos al final del día… ¡Estaba entusiasmada! No solo por la belleza de la ciudad, sino también por esa sensación de total independencia que creo sólo se vive tan intensamente a esa edad.
Por la noche, con nuestro fogoncillo de gas, nos preparábamos una deliciosa sopa de sobre en la habitación donde, a pesar de estar totalmente prohibido cocinar, el aroma a más sopas de sobre proveniente de las habitaciones vecinas, nos confirmaba que no éramos los únicos en utilizar el zulo con fines culinarios.
Y a pesar de lo precariedad del hotel y de nuestros escasos recursos económicos, París me parecía maravilloso.
Al tercer día me robaron.

Mejor dicho, tuve uno de mis habituales descuidos y alguien, amigo de lo ajeno, sencillamente aprovechó la ocasión.
Cargaba siempre en la mochila con un canguro por si llovía y que, como suele suceder, no me había hecho falta porque había lucido un sol radiante todos los días. Más que por previsora, que nunca lo he sido demasiado, por cuestión sentimental, pues era un regalo reciente de mi también reciente novio.
Ese día, en un descanso de nuestros kilométricos paseos, nos sentamos en un banco. Poniendo orden en mi mochila, lo saqué y me olvidé de guardarlo de nuevo. Un minuto más tarde, solo uno, y ya en marcha, me percaté del olvido. Corrimos como locos hasta el banco. Ya no estaba.
No estaba porque lo llevaba puesto un tipo que, supongo que satisfecho con su hallazgo, lucía muy ufano mi querido canguro. Ni su corpulencia ni su cara de pocos amigos me echaron atrás y, sin pensarlo dos veces, me lancé hacia él con la intención de recuperar lo que era mío pero mi novio, algo más sensato que yo, me sujetó del brazo y me aconsejó que era mejor perder un canguro que perder algún diente…
Recapacité y decidí perder el canguro.
Al día siguiente llovió.

Y me empapé de lluvia y de París hasta la médula. Fueron seis hermosos días de total libertad, de feliz agotamiento…Visité todas las librerías del Barrio Latino, descubriendo un gran número de libros prohibidos por la dictadura en mi país. Subí, como no, a la Tour Eiffel, tuve frente a mí la enigmática sonrisa de la Monna Lisa, me hipnotizó el ambiente barriobajero de Pigalle, me extasié observando a los pintores de Montmartre…
Sentada en las escaleras del Sacré Coeur, y con la ciudad a mis pies, escribía a mis padres: “Estamos muy bien y todo es precioso. Los siete (remarqué de nuevo la cifra impar) lo estamos pasando de maravilla. Besos”.
Y un gusanillo de culpabilidad me cosquilleaba en la conciencia…
Nunca lo supieron, o al menos eso me hicieron creer. Pero ya de regreso a casa, esa sonrisa medio burlona de mi padre y su poca insistencia por ver las fotos del viaje me confirmaron que, más que haberles engañado, ellos se habían dejado engañar…

He vuelto a París otras muchas veces. En otras circunstancias, por otros medios y con otras personas. La más importante para mí fue la última, pero ésa, la primera… ésa la guardo en mi memoria con todo el cariño con que se guarda el recuerdo de las primeras cosas, de las primeras experiencias.
Fue la que marcó el inicio de mi esperada independencia, despertó en mí ese espíritu viajero que nunca más me ha abandonado y me confirmó que, no siempre, lo que mal empieza mal acaba.

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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Por una noche

Avanzaban tan despacio
las agujas del reloj
que creía que ese día
nunca se pondría el sol.

Como una dama de noche
que se abre al anochecer
regalando su perfume
ella se entregaba a él.

Se descubrían sus cuerpos,
mil veces imaginados,
cada uno en sus sueños.
Ella, con otro a su lado.

Secretas y clandestinas
fueron horas de locura
en donde estaban de más
la razón y la cordura.

Adúltera por una noche,
cierra los ojos y olvida
que aquello que es tan real
se apoya en una mentira.

En ese cuarto de hotel
vuelan las horas furtivas
llevándose con su vuelo
lo mediocre de su vida.

Y no se siente mezquina,
ni despreciable ni ruin,
sabiendo que esa noche
es el principio y el fin.

Cuando en los brazos de él
vuelve a sentirse viva
vendería su alma al diablo
para detener el día.

Pero el tiempo continúa,
inexorable, su paso
y siente ese amanecer
como si fuera el ocaso.

Mañana será de nuevo
la mujer sensata y fiel
y olvidará esas horas
al igual que lo hará él

Convivirá con el tedio
aunque le resulte cruel
y será siempre un secreto
que solo sabrá su piel

Avanzaban tan deprisa
las agujas del reloj
que cuando se hizo de día
maldijo la luz del sol.
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domingo, 22 de noviembre de 2009

Pan con chocolate

Esa tarde me apetecía merendar, cosa poco habitual en mí. Llevada por un extraño impulso, de repente se me antojó de lo más delicioso una rebanada de pan con chocolate, algo que siempre, inevitablemente, había asociado a mis tardes de niñez.
Sin embargo, ese día, poco podía imaginar que el primer mordisco me transportaría, con tanta rapidez y claridad, a muchos, muchos años atrás. El placentero sabor del chocolate me lanzó a un viaje en el tiempo y me llevó en volandas hasta mi infancia.

.A cada mordisco, se desempolvaban del baúl de mi memoria imágenes largo tiempo guardadas y que casi había olvidado. Inconexas al principio entre sí, se iban enlazando las unas con las otras hasta convertirse en una película en la cual yo era espectadora y protagonista. Una película que, a pesar del tiempo transcurrido, tenía la nitidez de los bellos recuerdos y el dulce sabor del chocolate.

Un mordisco, y ahí estoy yo, de nuevo en casa de mis padres, recién llegada del colegio, con mis largas trenzas despeinadas, mis piernas como alambres y mis enormes ojos frente a otra rebanada de pan con chocolate. Sentada en la galería, balanceando mis rodillas llenas de arañazos, me dejo envolver por la paz que flota en el ambiente y que saboreo al igual que mi merienda.

Otro mordisco, y ahí está mi madre. Enérgica e incansable, con su inseparable delantal floreado, trajinando en la cocina, delicioso almacén de aromas caseros, y desde donde un sabroso olor a cocido invade toda la casa. De aquí para allá, entre cacerolas y pucheros, interrumpe por un momento su actividad y me observa. ”Venga, empieza a merendar que has de hacer los deberes”.
Su voz, ahora, suena en mi interior como un eco del pasado.
Y yo sigo paladeando mi pan con chocolate con la misma intensidad que paladeo esa calma que reina en la casa, oasis de paz y refugio seguro de mi niñez.

Un mordisco más y ahí está mi abuela. Menuda, frágil, tierna, mi aliada incondicional. Sentada en la galería, con sus desgastados ojos, la espalda encorvada por el paso de los años y totalmente absorta en sus bolillos que, en perfecta sintonía, danzan de un lado para otro del cojín bajo la dirección de sus habilidosos dedos y que, como por arte de magia, transforman el hilo en encajes,. Tan blancos como su cabello, tan hermosos como ese momento.
.
Contemplo la escena como si hubiera quedado atrapada en una de esas bolas de nieve, donde parece haberse detenido el tiempo y todo transcurre con una deliciosa lentitud. Aromas y sabores, sensaciones que se encadenan en ese cotidiano ritual, y cuya banda sonora es el tintineo metálico de las cacerolas en la cocina y el sonido de los bolillos al chocar entre sí.

A esa hora intermedia de la tarde, el sol entra por la galería y llega hasta la cocina. Al roce de sus rayos, y como tocados por una varita mágica, los grises cacharros de metal brillan y la estancia adquiere un suave tono dorado. Ajena a esta maravilla mi madre, infatigable bailarina entre fogones, sigue con su danza entre ollas y cacerolas.
Los encajes de mi abuela, bajo la dorada caricia, adquieren un blanco casi cegador y yo, hipnotizada, intento prolongar al máximo la merienda, procurando no perder detalle de toda aquella transformación que, parece ser, nadie más que yo advierte.

Otro mordisco. El encaje crece y crece y el aroma del cocido ya lo envuelve todo. Mi abuela levanta la vista del cojín, sin dejar ni por un segundo sus juegos malabares con los bolillos y me dice con una sonrisa tan dulce como el chocolate…”Haz lo que tu madre te dice. Termina ya y ve a hacer tus deberes”.
Un último mordisco y el chocolate se ha terminado, lo cual significa el fin de ese momento mágico. Se desvanece el encanto y, a desgana, acudo a mis obligaciones.

Mi universo infantil estuvo lleno de tardes como esa, bañadas por la calma y el sol. Con aroma a cocido y sabor a chocolate. Tardes que jamás se volverán a repetir y que ahora, casi cincuenta años después, reviven nítidas en mi memoria, negándose a ser olvidadas.


De mi abuela queda su recuerdo, sus encajes y un gran consejo que un día me regaló. De mi madre, su eterna danza en la cocina, aunque ahora ya más pausada, y su energía consumida por los años. De mí, lo que soy ahora.

Lo único inalterable y duradero son esos rayos de sol que siguen entrando por la galería y llegan hasta la cocina. Y, por supuesto, el sabor del pan con chocolate.

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jueves, 19 de noviembre de 2009

Un bolero sin música

Si otros amores yo viví antes de ti,
los he olvidado.
Y cualquier huella que quedó en mi corazón
ya se ha borrado.

Si en otros brazos el cielo creí tocar,
me engañaba.
Y si otros besos por amor yo regalé,
me equivocaba.

Porque estos versos que ahora te escribo
no existirían si no estuvieras conmigo
y si los siento a ritmo de bolero
es porque te quiero.

Que solamente tú tienes la culpa
de que yo sienta lo que no he sentido nunca
y que con solo tenerte a mi lado
olvide el pasado.

Si en tantas noches de locura me entregué,
solo era un juego.
Creyendo amor lo que tan solo era pasión,
se apagó el fuego.

Si creí eterno lo que solo era fugaz,
estaba errada.
Sin darme cuenta te buscaba en cada amor,
desesperada.

Porque desde que tú entraste en mi vida
fue un final y punto de partida
hacia un destino que ya estaba escrito
en el infinito.

Y si tú eres lo que me guardó el destino
valió la pena recorrer este camino.
Me lo das todo con una mirada.
Antes de ti no hay nada.
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lunes, 16 de noviembre de 2009

En blanco

Estábamos a solas él y yo. Como tantas otras veces, más o menos a diario, tenía lugar ese encuentro nuestro casi secreto, casi clandestino, y al que yo acudía, impaciente y nerviosa, como a la cita con un amante.
Ese día, sin embargo, sólo con mirarlo presentí que algo iba mal y que nuestra callada complicidad, tan a menudo mágica y chispeante, se había esfumado.

Yo le miraba fijamente, deseosa de poder decirle miles de cosas pero incapaz de hacerlo y presentía que él, a su modo, esperaba ilusionado lo que yo, en ese momento, no podía darle. La chispa no se encendía y el motor que ponía en marcha nuestra conexión no funcionaba. No había magia, y sin magia nada era posible.

Seguía observándole, con la esperanza de que sólo su presencia abriera la puerta, cerrada a cal y canto, de mi fantasía. Le imaginaba ansioso por sentirse de nuevo acariciado con mis palabras, pero el papel seguía inmaculado, intacto… en blanco.
Igual que yo. Divagando en la nada y paralizada la inspiración.
No sabía qué escribir, o no sabía cómo, o no sabía como escribir lo que quería. Pero quería escribir y un cortocircuito en mi cabeza me había dejado a oscuras.

Rebelándome ante esa invasión de vacío, luché por no ahogarme en esa enorme laguna mental y, desesperadamente, tiré del hilo de alguna fantasía lejana, casi olvidada… pero el hilo se rompía una y otra vez. Tenía mil historias en la cabeza pero ese día ninguna tomaba forma. Esquivas y escurridizas, se negaban a acudir en mi ayuda y se dedicaban a jugar al escondite conmigo. Como fantasmas, imposibles de atrapar, las sentía burlonas danzar dentro de mí, de una forma loca y totalmente anárquica.

Persistente y testaruda, me lancé en vuelo directo hacia la fantasía, solicitando su ayuda, llamé a las puertas de la imaginación pidiendo asilo y me arrodillé ante las musas para que me dieran una limosna.
Invoqué a los dioses de los sueños para que obraran el milagro de iluminarme con una palabra, una sola. La justa, la precisa, la necesaria para poder tirar de ella, y luego de otra, y otra… hasta conseguir de nuevo ese flujo ágil y constante, ese flujo que consiguiera llevar de mi mente al papel una idea concreta. Pero el papel, a la espera, seguía en blanco.
Nerviosa, tamborileé en la mesa poniéndole ritmo a mi sequía mental. Me mordí las uñas, hambrienta de historias, me rasqué la cabeza intentando despertar a mi ingenio… A la deriva, lancé un SOS desesperado a la inspiración, pero fue en vano.

Y seguí en blanco, delante del papel en blanco, y sabiendo que era el blanco perfecto para el desánimo, para el desaliento y para tirar la toalla, que también se me antojaba blanca.
Y estando en blanco, me sentí gris. Y sintiéndome gris, lo vi todo negro. Me cegó la rabia y quise arremeter contra el papel que, como paciente y fiel amante, seguía esperando ser acariciado por mis palabras.
Agotados todos los recursos, desistí. Dejé de librar una batalla inútil y enarbolé bandera blanca. Cargando con mi frustración me batí en retirada pero, aún así, resistiéndome a la derrota total, le regalé al papel dos breves caricias en forma de dos palabras: “volveré mañana”.

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domingo, 8 de noviembre de 2009

Mega estresada

Dios mío ¡que ajetreo,
que vida tan estresada!
No paro ni un momento
y dicen que no hago nada.

Les cuento para que vean
que no son más que mentiras,
¡Si tiempo es lo que me falta
en mis apretados días!

De entrada una buena ducha,
genial para tonificarme
y después mi body milk,
no fuera a deshidratarme.

El desayuno, integral,
y el café, descafeinado.
Me mantengo estupenda
y no engordo ni un gramo.

La asistenta se retrasa,
la canguro que no llega,
y por su culpa, los niños,
llegarán tarde a la escuela.

Y yo con el tiempo justo
para llegar al gimnasio…
perdón…fitness, que es más fino.
¡Pues que me los lleve Ignacio!

Que no le pilla tan lejos
camino de la oficina.
Me estoy poniendo histérica…
¿dónde está la filipina?

Él si que vive tranquilo.
sentadito todo el día.
Yo, en cambio, un no parar
Gimnasio, tenis, piscina…

¡Menudo agotamiento!
Steps, Pilates y aerobic.
Luego sauna y aquagym
¡Jesús, ahora suena el móvil!

Es Martita, que recuerde
que hoy comemos con Cristina.
La pobre se ha divorciado
y anda un poco deprimida.

Pues yo lo siento por ella,
y que no es por criticar,
pero pasados los treinta
una se debe cuidar.

Que después de los tres niños
se ha puesto como un balón
y lo que más le hace falta
es una liposucción.

Pero a las cuatro me largo
que he quedado con Carmina.
Ha descubierto una tienda
con una ropa divina.

Toda de primeras marcas,
de lo más fashion y chic,
y diseños que no encuentras
en ninguna otra boutique.

A las seis peluquería,
más tarde, la estheticienne,
que me hace falta un peeling
y un buen masaje en los pies.

A tenis ya iré mañana,
y mira que me da pena…
Pero Ignacio está al llegar
y no perdona la cena.

Espero que la asistenta
ya la tenga preparada
y haya bañado a los niños
que yo estoy mega cansada.

Cenaré algo ligero
y a la cama, pero antes,
me tomaré un buen baño
con aceites relajantes.

Y todavía hay quien dice
que mi vida está vacía
y que me busque un trabajo…
¡Señor, que mala es la envidia!
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jueves, 5 de noviembre de 2009

Mirar antes de entrar

Tenía 17 años, una vida laboral recién estrenada y unos rebeldes restos de acné juvenil que me hacían sentir la patita más fea del mundo y a los que, cada noche, les declaraba la guerra abierta frente al espejo. Aún así, ellos, lejos de batirse en retirada, soportaban estoicamente mis ataques y, vengativos, reaparecían de nuevo para desesperación mía.
Trabajaba en una oficina situada en las afueras de Barcelona y mi medio de transporte era el autobús. Como un ritual litúrgico, a las siete y media de la mañana, nos apretujábamos fraternalmente hasta la asfixia los unos contra los otros y, camino cada uno de sus respectivos trabajos, compartíamos somnolencias y sudores.

Sin embargo, de vez en cuando, la fortuna me sonreía y me brindaba la oportunidad de ir en coche, rojo para más detalles, hacia mi trabajo. La fortuna tenía nombre y cargo. De nombre Manuel y de cargo, jefe. Mi jefe.
Vivía a un par de calles de mi casa y, cuando sus horarios se lo permitían, se ofrecía para recogerme. Eso, después de haberlo hecho minutos antes con otro compañero de oficina que, a pesar de no ser jefe, se las daba de tal.
Cuando esto sucedía la vida me resultaba algo más bella y me olvidaba, incluso, del maldito acné que ornamentaba mi cara. El ronroneo del coche, junto con la charla casi siempre profesional que ambos mantenían, me sumía en el más profundo de los sopores y me permitía disfrutar de media hora más en los brazos de Morfeo que, al igual que los de un novio enamorado, me acogían dulcemente obviando mis alteradas glándulas sebáceas.

La mecánica era siempre la misma. Yo, en la parada del autobús y puntual como un reloj suizo, esperaba ver aparecer el coche de mi jefe. Él llegaba, se detenía el tiempo justo para que yo subiera y nos íbamos. Esto sucedía a la velocidad del rayo para no entorpecer el tránsito ni la llegada del autobús, lo cual hubiera supuesto para mí el tener que soportar la mirada asesina de muchos pares de ojos, el bocinazo del claxon apremiándome y, posteriormente y fuera de horario laboral, la bronca de mi jefe.
Bien, pues toda esta mecánica funcionaba de maravilla hasta un día en que la fortuna, más que sonreírme, se quiso echar unas risas a mi costa. Y vaya si lo consiguió…

Ese día, puntual como siempre a mi cita matutina, estoy esperando impaciente la llegada del coche que, cual rojo corcel, me llevará veloz a la oficina.
Ahí está.
Satisfecha de mi puntualidad y sin bocinazo previo, me lanzo rauda a su encuentro. El coche para. Abro la puerta de atrás y, más que sentarme, me tiro en plancha en el asiento trasero. Con un sonoro “¡Buenos días! ¡Ya nos podemos ir!” cierro la puerta y me dispongo a disfrutar de mi media horita de dulce ensoñación.
Y justo entonces es cuando me doy cuenta de que algo va mal.

Primero, porque no hay respuesta a mi saludo y segundo porque el tapizado del asiento no me resulta familiar. Rápidamente levanto la mirada y mis ojos se topan con dos sendos bigotes pegados a la cara de póquer de dos hombres a los que no he visto en mi vida. Es tal el susto que me llevo que, imagino que con cara de boba, me quedo con la boca abierta. Sin más.
La mirada de uno es de total asombro. La del otro también, pero con un sospechoso brillo en la mirada que me gusta bastante menos que su bigote.
Pasan unos segundos hasta que me doy cuenta de que sigo con la boca abierta. Cuando consigo cerrarla, y al mismo tiempo que recojo presurosa mi bolso, balbuceo algo parecido a: “estoooo…creo que me he equivocado…” El primero, tan sorprendido como yo, me responde algo así como; “Pues me parece que sí…” Y al mismo tiempo que me suelta tan magistral frase, descubro en sus ojillos un brillo muy parecido al del acompañante.

Antes de que por sus mentes pase algo parecido a lo que no es, abro la puerta a velocidad meteórica y salto a la calle como llevada por el diablo, topándome de narices con un tercero, éste sin bigote, que de pie en la acera espera se resuelva el conflicto en el interior del coche para poder subir él. El coche arranca y yo me quedo en la calle, sin saber exactamente qué hacer. Frente a mí, la gente que todavía sigue esperando el autobús, hace verdaderos esfuerzos para contener la risa.
Siento que me arde el rostro como si del coloso en llamas se tratara y, con la mayor dignidad posible, paso por delante de ellos y me dirijo a la esquina más apartada de la calle, procurando mantenerme lo más lejos posible de sus socarronas miradas y donde espero que la tierra se me trague a la mayor brevedad.

En eso estoy cuando un familiar bocinazo me vuelve a colocar en la tierra y veo otro coche rojo, idéntico al anterior. Con toda la cautela y precaución del mundo, me acerco mientras pienso si esta vez será mi jefe o, por el contrario, volverá a ser el del sendo bigote que ha dado la vuelta a la manzana.
Lenta y detenidamente, a través del cristal miro a los ocupantes antes de subir. Sí, son ellos.
Mi jefe, impaciente ya, asoma la cabeza por la ventana del coche y me dice: “¿Se puede saber qué estás mirando?”
Abro la boca para responder, pero por segunda vez en lo que va de mañana, no sé qué decir. Me subo al coche, digo aquello de “Buenos días….”, y, acto seguido, opto por callarme y mantener lo sucedido en el más absoluto de los secretos.
Ese día aprendí que, además de mirar antes de cruzar, hay que mirar antes de entrar.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuestión de matemáticas

No pudo evitar sonreír irónicamente cuando se dio cuenta de que, en el fondo, el porque de su fracaso con él se basaba en simples razonamientos aritméticos.
Una suma de engaños, una resta de ilusiones, una multiplicación de problemas y finalmente, como consecuencia de las anteriores operaciones, una división de ese número par que, hasta entonces, habían sido ella y él.
¡Menuda ironía! Ella, que siempre había odiado las matemáticas, ahora las descubría como infalibles aliadas para ayudarla a resolver, de forma tan sencilla y elemental, las incógnitas que no conseguía despejar.
De nuevo sonrió al percatarse de que, involuntariamente, estaba utilizando términos matemáticos y, entusiasmada por el descubrimiento, se lanzó a seguir analizando, de esta forma, su vida con él.

Le pareció maravilloso cuando le conoció. Era tan distinto, tan especial, tan atento con ella… Un ejemplar único en su especie. la octava maravilla del mundo. Tanto lo admiraba que lo puso en un pedestal, endiosándolo, y lo elevó a la máxima potencia con el infinito como exponente.
¡Exacto! ¡Una cuestión de potencias! Solo que él, por el contrario, lo había hecho a la inversa. Desde su pedestal, empezó a mirarla como a un ser inferior, insignificante y sin valor alguno, de tal forma que la dejó reducida a la mínima potencia. Ahora era una cuestión de proporciones inversas y, desgraciadamente, desproporcionadas.
La quiso cambiar, la quiso transformar, la quiso simplificar tanto que casi la dejó en nada, y cuando ya la había convertido en un cero a la izquierda, la encerró en un paréntesis y se olvidó de ella.

¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¡Era lógico y exacto como las matemáticas! Se sorprendió al ver que ya no le resultaban tan odiosas…
Y siguió echando cuentas.
El problema se complicó aún más cuando él decidió hacer una regla de tres donde sólo habían reglas para dos, Una regla de tres simple, eso sí, porque así era él. Simple para no saber que, en cuestión de amores, dos es un número indivisible y que no admite múltiplos. Que en asuntos del corazón, al igual que en matemáticas, donde caben dos no caben nunca tres. Y que los triángulos amorosos, aquí entraba ya en geometría, nunca son equiláteros.
Y así, intentando resolver esa ecuación sentimental donde la incógnita era él, a ella se le quebró el corazón y le quedó dividido en mil fracciones.

Pero un día se cansó. Se hartó de que él dividiera su amor entre dos y que a ella le tocaran solo los decimales. Que ni siquiera supiera hacerlo proporcionalmente y que ella siempre fuera el resto en esa división.
Y por fin dijo basta. No se molestó en dedicar más horas de su vida en resolver la incógnita. Le pegó una patada a la coma que la convertía en un decimal, recogió las fracciones de su corazón hasta convertirlo de nuevo en uno entero, abrió el paréntesis y se fue.
Él le preguntó qué hacía y ella se limitó a sonreír y decirle:
"He dejado de ser un cero, vuelvo a ser una y voy a buscar con quien ser dos".

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lunes, 26 de octubre de 2009

Primavera en otoño

Tú con sesenta y uno
y yo con cincuenta y tres.
El amor, tan caprichoso,
nos llegó en la madurez.

Y cómplice el azar
con el juguetón destino,
salieron a nuestro paso
y el amor nos lanzó un guiño.

Se saltó a la torera
cicatrices en el alma,
arrugas en nuestra piel
y heridas de mil batallas.

Se borraron de un plumazo
las derrotas y fracasos
que otros antiguos amores
nos dejaron a su paso.

Nuestro amor, en el otoño,
florece cual mes de mayo.
Primavera en nuestra piel
y verano en nuestras manos.

El espejo de sus ojos
no ve mis patas de gallo.
Las canas se tiñen con besos
que los dos nos regalamos.

La pasión nos estremece
como a dos adolescentes,
se apodera de la piel.
se adueña de nuestras mentes.

El deseo va más allá
de nuestros cuerpos desnudos
y aunque suene a incongruencia,
nunca el deseo fue tan puro.

El reloj borra las horas
y el calendario, los meses.
Cuando estamos piel con piel
hasta el tiempo se adormece.

No es un amor a destiempo
ni vamos contra reloj,
ni es demasiado tarde,
ni se nos pasó el arroz.

Y, de nuevo, adolescentes,
el amor no tiene prisa.
Es primavera en otoño
y el viento se vuelve brisa.

Lo malo fue para bien,
no desesperé en la espera
y la vida me regaló
en otoño, primavera.
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viernes, 23 de octubre de 2009

Zapatitos de charol

Zapatitos de charol
que al mirarlos deslumbraban
y en mi cabello dos trenzas
que al viento se balanceaban.

Domingo frío de Ramos
y yo jugando en los charcos
que para mí eran mares
y mis zapatos, dos barcos.

“Como te vea tu madre
manchar los zapatos nuevos
se pondrá hecha una furia…
La verdad, no es para menos”

Y una traidora sonrisa
delataba su ternura
haciéndose con su mirada
cómplice de mi travesura.

Cuatro años por detrás
y la vida por delante.
De la mano de mi padre
paseando por el parque.

Princesa era en mis sueños
de un palacio de cristal
y protegiendo sus muros
mi padre era el guardián.

Y colgada de su mano
me sentía tan segura
que con solo ir a su lado
me crecía en estatura.

Como iba a imaginar
que en tanto que yo crecía,
siguiendo siempre mis pasos,
el guardián envejecía.

Zapatitos de charol
se me quedaron pequeños.
Las trenzas ya me corté.
Se terminaron los juegos.

Me hice mayor y volé
de mi diminuto mundo
mi padre me vio partir
hacia otro nuevo rumbo.

Y guardó mis zapatitos,
que antaño habían sido barcos,
y buscó, sin encontrar,
mi reflejo en los charcos.
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lunes, 19 de octubre de 2009

A mi almohada

Cálida como el abrazo de un amigo, acogedora como el seno materno, suave como la caricia de un niño… Tantos años contigo y te tengo tan olvidada…Tan segura te sé que casi te ignoro y aún así tú, fiel compañera, esperas cada noche mi regreso y me ofreces reposo.
Me brindas refugio cuando la realidad me persigue, descanso cuando el mundo me cansa y contigo, noche tras noche, viajo al mundo de los sueños.
Te he empapado con mis lágrimas, cuando la pena me ahogaba, y con mi sudor cuando las pesadillas parecían reales. Sabes de todos mis sueños... los que se hicieron realidad y dejaron de serlo, los que nunca lo serán, los que invento cada noche, los que mueren cada día, los inconfesables…

Junto a ti le he puesto alas a mi imaginación, le he soltado las riendas a mi fantasía, he olvidado recuerdos y he recordado olvidos. En ti he reposado mi cabeza, llena de miedos y dudas, repleta de mil cosas por decir y de otras mil por callar. Has serenado mis alterados pensamientos, has mitigado mis penas solo con tu suave contacto. Pegada a ti he cerrado los ojos ahuyentando fantasmas y he escuchado sólo la voz de mi corazón.
Has vivido conmigo noches en vela, noches negras e interminables, plagadas de soledad. Te he golpeado descargando en ti mil rabias incontroladas... Has sido testigo de falsos abrazos, de besos a destiempo, de amores de ida sin vuelta. Pero también en ti he sofocado risas y carcajadas en horas felices, en mágicas noches, esas en las que hubiera deseado detener el tiempo… Y te tengo tan olvidada…

Cuantos años siendo mi confidente silenciosa y sabiendo que siempre te encontraré cuando te precise, como a una buena y vieja amiga.
Te ignoro cuando te tengo, pero te añoro cuando me falta tu familiar cobijo. Por eso, no me tengas en cuenta tanta indiferencia porque siempre vuelvo a ti. Acoge esta noche, una vez más, mis íntimos secretos, mis locas fantasías, mis alborotados pensamientos y entremos juntas, de nuevo, en ese mundo que sólo tú y yo conocemos, el de los sueños, el del olvido y el de las realidades efímeras. Deja que me lance contigo a la aventura del sueño por estrenar.
Sé que el mundo sigue ahí fuera, con su ir y venir frenético, con sus locuras, con sus tragedias, pero cuando reposo en ti todo se desvanece, todo se mitiga, todo queda lejos, muy lejos de aquí. Entonces, sólo entonces, vuelo al mundo irreal y feliz de los sueños y tú, como siempre, conmigo.

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miércoles, 14 de octubre de 2009

Carta a un amargado


Mira, si te digo la verdad, a mí no me gustas en absoluto. Es más, procuro alejarme de los que son como tú como alma que lleva el diablo. No fuera a hacerse realidad aquello de que todo lo malo se pega. Y para contagios, pues prefiero que me contagien la risa, no te voy a engañar.
Aún así, me resultas un personaje cercano porque… ¿quién no ha tenido la desgracia de toparse una vez, o más, en su vida con alguien como tú? Sois una especie que no se extingue y que os alimentáis de vuestra propia insatisfacción. Sólo en un hipotético mundo perfecto no tendríais razón de ser. Y aún así, os amargaría tanta perfección.
Sin embargo, lo tuyo no deja de tener un gran mérito, te lo reconozco. Pasar por la vida sin ideales, sin ilusiones y teniendo como único objetivo el criticar, despreciar y censurar todo cuanto te rodea debe costar lo suyo ¿no? Alguna vez intento ponerme en tu pellejo pero, por más que me esfuerzo, te aseguro que no lo consigo. Miro a mí alrededor y veo cosas que me desagradan, es cierto. A veces, hasta demasiadas. Pero siempre, inevitablemente, descubro muchas otras que me gustan, que me entusiasman, que me hacen sentir viva y feliz. Y automáticamente mis labios dibujan una sonrisa. Pero tú, no. Nada de nada provoca en ti, aunque sea sólo por un minuto, esa maravillosa sensación de sentirse feliz. No deja de ser admirable tu capacidad para negar lo evidente.

Además, eso de no sonreír nunca, pero nunca, nunca… Ya no digo reír… ¡por Dios, qué locura! Pero una sonrisita muy de cuando en cuando ¿no crees que te resultaría beneficiosa? Porque mira que es sano eso de soltar unas carcajadas… ¡Si lo sabré yo, que una vez hasta se me desencajó la mandíbula! En fin, tú verás…
Aunque, claro, todo tiene sus ventajas. Hasta el ser como tú. No debes preocuparte por lucir una dentadura perfecta, de esas que lanzan destellos al sonreír, porque tú no sonríes... desconoces el delicioso apuro que representa tener que aguantarse la risa, porque tú nunca ríes… Ya ves, al contrario de ti, hasta a tu negatividad absoluta le veo su lado positivo… ¿Sabes? La famosa teoría del vaso medio lleno o medio vacío se va al traste contigo porque tú, no es que lo veas medio vacío… es que lo ves vacío del todo. Eso, suponiendo que llegues a ver el vaso.
Serio, taciturno, huraño, con el entrecejo fruncido y la comisura de los labios apuntando siempre hacia abajo, pareces sacado de la época victoriana. Con semejante aspecto y tu perpetuo malhumor, es evidente que nadie reclamará tu presencia en una fiesta aunque, eso sí, serás el invitado idóneo para un funeral.

Mira, yo es que ya te imagino de pequeñito, porque lo que está claro es que desde muy temprana edad ya nos vamos consolidando en lo que seremos de mayores, y tú debías tener muy buenas aptitudes, a juzgar por los resultados. Seguro te molestaban los otros niños con su griterío, te molestaba tu hermano pequeño cuando lloraba (espero que no sintiera esa necesidad tan común en los pequeños de imitar al mayor), te molestaban los compañeros de clase con sus bromas, te molestaba tu familia y hasta el gato del vecino cuando maullaba...
Y luego, en la adolescencia, más de lo mismo. Ni fiestas porque todos acababan borrachos o fumando porros, ni chicas porque solo traían problemas… Con semejantes antecedentes tenías asegurado el ser lo que ahora eres, hombre amargado y mediocre. Te has ganado a pulso el llegar a donde estás ahora, que es en ningún sitio. Has tenido muchos años de práctica y el quejarte es ya para ti algo tan mecánico y necesario como respirar. Todos están en tu punto de mira y nadie se escapa.

En el trabajo te molesta el jefe por ser el jefe, sin más. La secretaria por ser mujer, coqueta y alegre. Los compañeros porque son unos pelotas o porque se atreven, de cuando en cuando, a contar un chiste y reírse como locos…
El vecindario tampoco se salva. Desde el vecino que tiene la música muy alta, pasando por el otro que tiene niños y aquel que deja abierta la puerta de la escalera. Que si los chavales hacen un ruido infernal con las motos, que si los clientes del bar gritan demasiado, que si no se puede aparcar en ningún lado, que si las aceras son muy estrechas… Todos te irritan, todos te molestan.
¿Y el Ayuntamiento? Por supuesto, no podía faltar el Ayuntamiento. Que si está lleno de chorizos, que los servicios públicos funcionan fatal, que se nos comen a impuestos, que la policía no hace nada contra tanta delincuencia…
Y, como no, le llega el turno al gobierno. Ay, el gobierno… ¡Anda que ahí no tienes tema! Que no hacen nada bien, que a donde vamos a ir a parar, que no saben resolver la crisis, que cada día hay más parados, que no vale la pena votar a nadie, que son unos ineptos, que eso antes con Fulanito no pasaba, que si ganaran los míos esto se acabaría, que si yo mandara todo iría como una seda… Siempre el mismo discurso, cargado de frases envenenadas. Te sientes el hombre más amargado del mundo y eso, en el fondo, te gusta.

Tienes tus minutos de gloria, claro, porque siempre hay un público para ti, tan descontento y amargado como tú. Te llenas la boca hablando de problemas pero sin plantear soluciones, criticas pero no ves tus propios errores, juzgas y sentencias sin conocer el significado de la palabra tolerancia…Tu dedo acusador señala a todo y a todos. Menos a ti.
Bueno… ¿seguimos? Tu máxima satisfacción la consigues arremetiendo contra los más débiles, los parias, los marginados. Tienes una larga lista donde elegir. Prostitutas, inmigrantes, indigentes, drogadictos… Por supuesto, sin olvidar nunca a la mujer, blanco fácil de personajes como tú. Que si van provocando y luego pasa lo que pasa, que si ninguna es como las de antes y que, menos mi madre y mi hermana, todas son lo que son… (por supuesto, no mencionas a tu mujer porque es evidente de que no tienes mujer), que si se acuestan con quien les apetece, que si abortan…
Los adolescentes, todos una pandilla de golfos y maleducados. Los profesores, ya no saben ejercer su autoridad como antes. Los padres malcrían y consienten todo a sus hijos… La lista es interminable.

¿Te has parado alguna vez a pensar cuantas personas, no muy lejos de ti, desearían estar en tu lugar, sólo por el hecho de tener algo de lo que quejarse?
Eterno insatisfecho, perenne descontento, malhumorado crónico y con ínfulas de dios infalible… pasas por tu absurda vida envuelto en un halo gris, tan gris como tú y todo en ti desprende un tufillo a fascista que tumba.
Pues nada, hombrecito mediocre y ruin… sigue con tu brillante carrera que tú prometes. No te digo que tienes el cielo asegurado, pero sí una vida repleta de vacíos, de frustraciones y. como no, de amargura.
¡Ah…se me olvidaba!… Si alguna vez notas un dolor agudo en las comisuras de los labios y sientes un dolor atroz en la mandíbula, ten mucho cuidado… acabas de sonreír y eso, dada tu inexperiencia en ello, puede provocarte una parálisis facial de difícil recuperación.
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lunes, 5 de octubre de 2009

Aún así...

Podría explorar y conocer todos los rincones del mundo. Atravesar desiertos y cruzar océanos, perderme por las calles de todas las ciudades y llegar hasta la más recóndita de las aldeas. Subir hasta el pico más alto y bajar hasta el fondo del mar. Aún así, me quedaría aquí, en el mismo sitio donde estoy ahora.

Podría leer todos los libros del mundo. Devorar con mis ojos miles y miles de páginas. Dejarme fascinar por sus relatos, su narrativa, su perfecto estilo literario. Vivir sus aventuras, sentir sus emociones y enriquecer hasta el límite mis conocimientos Aún así, el lugar preferente en mi biblioteca lo ocuparía siempre el mismo libro.

Podría escuchar todas las canciones del mundo. Dejarme llevar por melodías maravillosas y acordes todavía desconocidos. Llorar con el lamento de un blues, vibrar con el ritmo de una samba, electrizarme con la fuerza del rock, enamorarme con un bolero o contagiarme con la alegría de las canciones populares. Aún así, mi canción favorita sería aquella que apenas nadie conoce y siempre suena en mi corazón.

Podría oler el aroma de todas las flores del mundo. Embriagarme con sus perfumes, embelesarme con sus fragancias y extasiarme con sus esencias. Respirar el aire perfumado de las brisas de todas las primaveras y de todos los jardines. Aún así, sólo un aroma permanecería indeleble en mi memoria.

También podría besar otros labios, mirarme en otros ojos y abrazar otros cuerpos. Aún así, no quiero. No lo necesito para saber que nadie, absolutamente nadie, me daría el amor que tú me das. Porque no hay lugar más bonito que aquel en el que tú estás, no hay libro más bello que el que tú me regalaste. No hay canción más hermosa que la que bailé contigo, y no hay aroma más embriagador que el aroma de tu piel.

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lunes, 28 de septiembre de 2009

A misa

Venga, Conchi, date prisa
que llegamos tarde a misa,
y es de mala educación
entrar a medio sermón.

Y ella que sigue en el baño…
¡pero si no tiene apaño!
que aunque se vista de seda
la mona, mona se queda.

¿Lo ves? Lo que me temía…
¡lleno hasta la sacristía!
Nos toca el último banco
hoy que voy de punta en blanco.

Bueno, a ver quien ha venido
y echa un vistazo al tendido.
Está el cura hecho una furia…
¿Otra vez con la lujuria?

Mercedes y su marido…
¿No es algo corto el vestido?
Si es que va pidiendo guerra…
él es tonto o no se entera.

Claro, es que no me extraña,
todos saben que la engaña.
Si el miércoles lo ví magrear
a una rubia de armas tomar…

Estaba en un bar de copas
de chicas con poca ropa.
¿que qué es lo que hacía yo allí?
Mujer, que paré a hacer pipí…

¿Y ésto sigue todavía?
ahora le toca a la envidia…
Mira…Luis, a tu lado,
se dice que está forrado.

Pues si te he de ser sincero
me extraña tanto dinero.
No es trigo limpio, seguro,
que ya me lo dijo Arturo.

Que si casa, que si coche,
que si salen cada noche…
Y en verano, un crucero.
¡pero si se le ve el plumero!

Que un sueldo de funcionario
no da pá este gasto diario…
Pues con su pan se lo coma
que a este paso ¡en chirona!

Hay que ver lo que ésto dura...
¿No piensa callar el cura?
¡Por Dios! Lo que ahora daría
Por una cerveza bien fría...

Amén y podéis ir en paz.
¡La parte que me gusta más!
Vamos, Conchi, date prisa
que nos vean salir de misa.
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domingo, 20 de septiembre de 2009

Del rosa al rojo

Sonrosada y transparente era la piel de Rosa cuando vino al mundo. De rosa empapelaron su habitación y rosas eran los vestiditos que de niña le compraban. Rosas las novelas que leía en su cuarto de adolescente y, escritas en papel rosa, sus primeras cartas de amor que, a escondidas, releía en clase mientras declinaba rosa rosae. Era un atardecer teñido de rosa cuando él por primera vez la besó y de color rosa eran las rosas que le regalaba. Salsa rosa y vino rosado en aquella cena donde brindaron por su eterno amor.

Rosa era el lazo que adornaba su vestido de novia y rosas las flores de su ramo. Ante un altar ornamentado con rosas, le dijo “sí, quiero” y la vida le pareció del más puro color de rosa.
Pero nadie le dijo que no le esperaba un camino de rosas, sino de espinas. Día a día y uno a uno, los pétalos se fueron cayendo con cada golpe que él le daba. De un rosa suave fue la primera marca que sus dedos le dejaron en la piel. De un rosa más intenso cuando la abofeteó por primera vez. De un rosa violáceo las señales en su cuerpo y en su rostro tras la primera paliza. Ya no había maquillaje que disimulara los golpes recibidos ni lápiz de labios, de color rosa, que pudiera ocultar sus labios partidos. Luego, para disculparse, él le mandaba un ramo de rosas.

Caía el último pétalo el día en que, tras un nuevo golpe, el más brutal, el más certero, el rosa se tornó rojo. El rojo de la ira en los ojos de él, el rojo brillante de las heridas en su piel y, finalmente, el rojo de su sangre en el suelo.
Rojo en el calendario y rojo el atardecer del día en que la golpeó hasta cansarse, hasta no poder más. Roja la luz de la sirena de la ambulancia que, en una carrera inútil contra la muerte, se saltaba desesperadamente los semáforos en rojo sin poder llegar a tiempo de salvar a Rosa.

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martes, 15 de septiembre de 2009

El hombre que no sabe llorar

Le dijeron siendo niño
llorar no es cosa de hombres
si sientes pena, la escondes
las lágrimas no van contigo.

Que eso es cosa de niñas
ya sabes, son medio bobas
un machote nunca llora
aunque deba tragar quina.

Y apretando bien los dientes
y secando, a escondidas,
cuatro lágrimas furtivas
el niño es ya adolescente.

Y aunque siente el dolor
que provoca el desencanto
nada le provoca el llanto
ni el amor ni el desamor.

Y sabe que algo va mal
cuando siente en la garganta
ese nudo que le espanta
y no puede desatar.

Y en un hombre se convierte
que desconoce el consuelo
que siempre ofrece el pañuelo
del amigo que lo tiende.

Jamás su mirada se nubla
nunca una lágrima asoma
y cuando la pena le ahoga
falsas sonrisas dibuja.

Pero cuando muere el día
y a solas con él se encuentra
cuando a la verdad se enfrenta
por llorar diera su vida.

Y reconoce, angustiado,
no es menos hombre el que llora
que maldita sea la hora
en que le dejaron lisiado.

Le amputaron emociones
a golpes de hipocresía
y sólo desea, un día,
llorar como llora un hombre.
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lunes, 7 de septiembre de 2009

Corazón por ocupar

Cuando salgas de mi corazón, cuando decidas mudarte, cuando ya lo encuentres antiguo o inhabitable, cuando no quieras hacerte cargo de las reformas inevitables por el paso del tiempo…por favor, deja la puerta abierta.
No la cierres al salir, ni siquiera la entornes. Déjala abierta de par en par para que se ventilen todos los rincones después de haberlo habitado tanto tiempo, para que se airee de malos recuerdos y tristes momentos. Eso sí, no salgas al anochecer, cuando los fantasmas del recuerdo lo merodean. No la hagas a escondidas ni te lleves poco a poco tu equipaje. Cógelo todo y no te dejes nada. Espera al amanecer, con la luz del día, para que los rayos del sol iluminen el espacio vacío. Para que el aire fresco de la mañana me dé fuerza para entender el abandono.
Deja abierto, pero llévate la llave contigo. No porque espere que vuelvas, sino para no tener la tentación de cerrarlo a nadie. Abierto, para que sepan que está por ocupar, por si alguien se interesa por él, entra y le gusta. Por si el nuevo inquilino repara con cariño sus desconchadas paredes, las empapela de besos y lo amuebla con risas. Para que se sienta en mi corazón como en su casa, se instale en él y, a ser posible, con contrato indefinido.

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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una noche de habaneras

Estamos de Fiesta Mayor en el barrio donde nací. Un barrio de Barcelona en el cual sus habitantes se niegan a perder sus tradiciones y cada año se esmeran en mantener vivo el espíritu popular de la Fiesta Mayor. Son fiestas que se viven en la calle, fiestas en las que te reencuentras con lejanos familiares, con antiguos vecinos… fiestas en las que no puede faltar, tratándose de Catalunya, el broche final con una cantada de habaneras.
Bien, pues allá que me dirijo yo con la sana y patriótica intención de corear viejas canciones populares que hablan del mar, de los marineros, de la guerra y, como no, de amores y desamores.

La actuación, como todas las actividades de las fiestas, tiene lugar al aire libre. Es una hermosa noche de verano, hay jolgorio en las calles engalanadas con banderitas de colores, escucho la música de las calles vecinas…Pienso que el marco es perfecto y me dirijo hacia la parte de la calle donde está el acceso al espacio para el concierto. Al momento cambio de opinión. Falta todavía una hora para que dé comienzo y ya la gente empieza a amontonarse junto a dicho acceso a fin de poder conseguir un asiento. Si pretendo tener uno para mí, está claro que debo guardar cola pacientemente por lo cual, cívicamente, me coloco al final de la misma y espero. Y empiezo a calcular. Ciento veinte sillas para todos los que somos me presagian que aquello va a ser una merienda de negros. Y efectivamente es así. A medida que se acerca la hora de apertura de la entrada, la cola empieza a perder su uniformidad y se convierte en una masa de personas que, empujada por las prisas y los nervios, va apelotonándose en la entrada. Como en todas partes, aparecen los listos de rigor que, pensando que el resto somos idiotas, deambulan discretamente cerca de la entrada y, al menor descuido, ya se han colocado en ella como quien no quiere la cosa.
Gritos y abucheos a los listillos de turno y a la Organización del evento. Señoras que se quejan y señores que reniegan. En esto, que se abre el acceso. Como era de esperar, sin prisa pero sin pausa nos metemos todos dentro, todos los que cabemos, claro, y aposentamos nuestros traseros tan firmemente como podemos en las sillas, no sea caso de que al menor descuido nos encontremos sentados en el suelo.

Una vez tengo asegurada mi silla, miro a mi alrededor y el panorama me dice que va a ser una hora y media de lo más distraída. En la fila de enfrente, tres orondas señoras de edad indefinida cuyo único propósito ha sido el asistir a la actuación para hablar de sus cosas. No importa si lo hacen en las pausas o mientras cantan. Todavía enfrente, pero justo a la derecha de las tres señoras, una pareja tan embelesada con las canciones que hasta el respirar de los vecinos les molesta.
En mi fila, y a mi derecha, una señora que ha venido sola pero que parece lo hubiera hecho con veinte, pues mantiene un diálogo con una persona inexistente y, cuando lo cree oportuno, que es siempre, interviene en las conversaciones ajenas. Del diálogo con la persona invisible he sabido que tuvo una caída y tiene los riñones hechos polvo, que el grupo nunca empieza puntual, que se sabe de memoria el nombre de cada uno de los componentes, que ni loca les comprará un CD a la salida, que las tres señoras de enfrente son unas pesadas (en eso estoy de acuerdo con ella) y que su vecina del segundo seguro no habrá podido asistir porque ya está muy mayor. En la fila trasera dos señoras más, parece ser que muy duchas en habaneras, porque al margen de que todas las conocen, sin ningún rubor las cantan a voz en grito, de lo cual mi oído y el de otros presentes se resiente enormemente. Y a mi izquierda Joan que, como yo, tiene la sana intención de disfrutar del acto. Sí, sí…

Y empieza la cantada al mismo tiempo que todos los personajes entran en acción. Las tres de enfrente, a la primera nota musical, comienzan con su charla. Charla que va acompañada de movimientos rítmicos al son de la música pero que, en ningún caso, consiguen hacerlo al unísono. La de la izquierda va hacia la derecha, la de la derecha hacia la izquierda y la de en medio, a falta de espacio físico para moverse, acompaña el ritmo con palmas. Como no, desacompasadas. A pesar de tan frenética actividad, la charla no cesa y la pareja de su derecha empieza a llamarles la atención pidiéndoles que se callen, cosa que ellas ignoran totalmente.
La de mi derecha, la del interlocutor inexistente, comenta en voz baja, eso sí, que al que canta lo conoce desde niño y que le duelen los riñones de la caída que tuvo. Ya es la quinta vez que lo comenta. Y las de atrás siguen entusiasmadas con sus cantos desafinados.
Así, y haciendo esfuerzos sobrehumanos para concentrarme, llegamos a la media parte.
Las de delante se levantan raudas y veloces a la busca del típico ron “cremat”, cosa que es de agradecer para los sufridos vecinos de silla. La de mi lado hace lo mismo, sin dejar de seguir hablando, creo que esta vez de la vecina muy mayor que no pudo asistir. Joan va a buscar un ron para mí y yo, aprovechando la pausa y que estamos al aire libre, enciendo un cigarrillo.
Y entonces entra en acción una de las señoras de detrás, creo que la de los gorgoritos más agudos. Me dice, con unas formas tan malas como sus cantos, que ella no tiene porque fumar de mi cigarrillo.

Me quedo tan sorprendida que mi primera reacción es mirar si todavía el cigarrillo está en mi mano o, sin darme cuenta, lo he puesto en su boca. Pero ya veo que no. Sigue en mi mano solo que, debido a una leve brisa, el humo toma la dirección de su cara que, roja por la ira y a varios metros de mí, apenas es rozada por el humo. Le contesto que, sintiéndolo mucho, todavía no tengo la facultad de poder redireccionar el sentido del viento. Parece que no le gusta tan lógica respuesta y sigue insistiendo. Yo no debería fumar en un sitio así, me dice. Y yo, de nuevo, me quedo atónita. Qué es exactamente “un sitio así”? No estamos al aire libre? O es que durante la actuación, obnubilada por mis peculiares vecinos de silla, me he perdido el que le han puesto techo a la calle? No. Sigo estando en la calle, al aire libre y con una agradable brisa nocturna.
Ya de peores modos, le digo que ella no es nadie para decirme donde debo fumar y donde no, y mucho menos estando como estamos al aire libre. Abre la boca, supongo que para decirme de todo menos “guapa” pero harta ya de escuchar sandeces, opto por darme media vuelta y, evidentemente, seguir fumando mi cigarrillo.
Llega Joan con el "cremat", que está delicioso, y el calorcillo me alegra un poco la noche que está siendo nefasta. Vuelven las tres de delante, la del lado y empieza la segunda parte, que no deja de ser más de lo mismo. Las tres que no callan ni paran quietas, los del lado chistando para que callen, la de mi derecha hablando del CD que no comprará y de la vecina muy mayor, las de atrás con sus gorgoritos y yo, muy a mi pesar, mirando el reloj esperando que tal tortura llegue pronto a su fin.

Y llega. Como era de prever, las tres de delante saltan escopeteadas sin siquiera esperar oír nuestro himno nacional, porque maldito el interés que tienen. La de mi lado se marcha, esta vez hablando de nuevo de sus riñones, las de detrás me miran airadas cuando paso por su lado (a punto estoy de encender otro cigarrillo) y yo me voy pensando que lo que mal empieza, mal acaba. Hasta que llego al bar más próximo, me pido un bocadillo de tortilla y una cerveza y la vida, de nuevo, vuelve a ser bella.

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lunes, 31 de agosto de 2009

Inquilina indeseada

Como una molesta inquilina, como una vecina indeseada, se instaló la tristeza en mi corazón. Llegó de repente, sin avisar, sin darme tiempo siquiera a estar preparada para hacerle frente. Desempaquetó su equipaje de lágrimas y reproches, se acomodó en mi interior y tan firmemente se ha apoderado de mí, que me resulta imposible echarla.

Me controla de la noche al día, vigila mis pasos y me sigue a todas partes. Intento esquivarla, engañarla, esconderme de ella, pero es inútil. Se cuela por cualquier rendija, me asalta cuando bajo la guardia, me envenena el alma y me devora lentamente. Me persigue calladamente, me acecha en los rincones y hasta en sueños la siento a mi lado. Me despierto y sé que está ahí, que aún no se ha ido y que un día más, vivirá a mi costa.

Es como una enfermedad maligna que se adueña poco a poco de mi fuerza y se nutre de mi alegría, que me consume lentamente y que cada día que pasa es una batalla que gana. Envenena co su presencia todo cuanto hago, falsea todo cuanto digo y convierte en gris el brillo del sol.
Pero no me rindo. Jamás. Ganará muchas batallas pero yo ganaré la guerra. Sé que tengo un arma para luchar contra ella. Sé que debo afilar mis uñas, enseñar los dientes y armarme de ilusión. Esa ilusión que quedó enterrada bajo los escombros de lo que un día fui. Esa ilusión que debo encontrar antes de que sea demasiado tarde. Voy a buscar en mis propios restos hasta recuperarla de nuevo y, cuando vuelva a ser mía, la empuñaré contra mi odiada enemiga, la aniquilaré y, victoriosa, bailaré sobre sus cenizas. El arma de la ilusión, milagroso artilugio que mata penas pero que, maravillosamente, resucita alegrías muertas.

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sábado, 22 de agosto de 2009

Puesta de sol en Santorini

El brillante azul del cielo era tan intenso que casi cegaba el mirarlo. Su luminoso resplandor se confundía y entremezclaba con el del mar, sereno y tranquilo, y apenas podía distinguirse la línea divisoria del horizonte; tal era la simbiosis entre cielo y mar.
Donde fuera que dirigiera mi mirada, el mar estaba siempre presente, como un inmenso lazo azul rodeando Santorini. Las casas, de un blanco inmaculado, y esparcidas por toda la isla, descendían desde lo más alto de la misma casi hasta la orilla del mar y, como cientos de blancas gaviotas, contrastaban alegremente con el omnipresente azul que las envolvía, el azul que las abrazaba desde el cielo y desde el mar.
Pero no sólo el azul y el blanco eran los colores protagonistas. Algunas de las casas, con sus fachadas pintadas con vivos colores, en perfecta armonía, salpimentaban ese conjunto blanco y ofrecían una imagen casi de cuento infantil.

Con tan perfecta sintonía de colores, Santorini me embriagaba con su belleza, una belleza que me sorprendía en cualquier esquina, en la más recóndita de sus calles...cúpulas de iglesias de un azul lapislázuli, rojos geranios adornando las ventanas, violetas buganvillas adueñándose de los muros encalados, mil tonalidades de verde en los patios interiores de las casas….y el Sol, que multiplicaba ese efecto colorido y mediterráneo. Calles empedradas, limpias, coloridas y perfumadas…Si hubiera tenido que definir la esencia del Mediterráneo, sin lugar a dudas, hubiera dicho Santorini.
Subí a un pequeño montículo, el más alto de la isla, desde el cual se decía podía verse en todo su esplendor la puesta del Sol. Como era de prever, no era yo la única que acudía allí para presenciar el espectáculo…Aún así, logré encontrar un sitio privilegiado y me acomodé a la espera de lo que estaba ya a punto de suceder.

El Sol, aún en su máximo esplendor, empezó muy lentamente a descender de su trono azul y, como por arte de magia, todos los colores del paisaje que me rodeaba empezaron a alterarse y a adquirir nuevas tonalidades. A medida que el cielo se iba oscureciendo y perdía poco a poco su intenso brillo, el mar adquiría una hermosa tonalidad, primero anaranjada, luego rojiza, y en su momento álgido, se tornó en un rojo tan intenso que parecía iba a arder, al igual que el astro rey. El blanco impoluto de las casas se iba transformando hasta tal punto que ya no eran blancas, sino rosadas. Las fachadas con vivos colores apaciguaban su intensidad y todo el paisaje suavizaba sus tonos…Sólo el Sol, ahora ya de un rojo intenso, era una explosión de color en un fondo ya oscurecido por las incipientes sombras. Como en una despedida lenta y majestuosa, descendió suavemente hasta perderse totalmente de vista.

Cuando dejó ya de ser totalmente visible, tras unos cortos segundos de silencio ante tanta hermosura, todos los que habíamos sido espectadores mudos de tal belleza, estallamos en aplausos y en gritos de alegría…Como ante una magistral representación de la Naturaleza, aplaudíamos por el bello colofón de un día más, aplaudíamos como pidiendo una repetición que no se produciría hasta el día siguiente…aplaudíamos, pienso yo, agradecidos por ese regalo diario que es la vida y toda la belleza que la rodea.

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