viernes, 30 de abril de 2010

Mi primer recuerdo

Sería bonito poder decir que mi primer recuerdo, el punto más lejano hasta donde alcanza mi memoria, es la imagen de mi padre levantándome en brazos, o la de mi madre, acompañándome al colegio. O la de mis abuelos, llevándome de paseo al zoológico…
Sí, la verdad es que cualquiera de esos recuerdos podría ser un hermoso y tierno prólogo del libro de mi memoria… Pero no es así.
En honor a la verdad, debo decir que mi primer recuerdo es doloroso. Y no hablo en sentido figurado. Es, literalmente, doloroso porque fue un porrazo. O, en términos más literarios, un accidente doméstico que, aunque dicho de forma menos vulgar, no deja de ser lo mismo. Doloroso.

He intentado infinidad de veces escarbar en mi memoria, esforzándome en tener un pequeño atisbo, aunque fuera entre brumas, de algún hecho anterior, pero es imposible. O mi memoria lejana llega hasta ahí o, como consecuencia del golpe, se me borró todo lo que hubiera podido haber almacenado hasta entonces en mi cabecita que, dicho sea de paso, tampoco debería ser mucho…
Así pues, remontándome al primer capítulo de mi memoria, veo a un ser diminuto y algo rechoncho, cosa esta última que duró poco tiempo para desesperación de mi madre, dispuesto a poner en práctica una de sus aficiones favoritas en aquel entonces: curiosear, explorar, descubrir... Con los cinco sentidos a pleno rendimiento y sin darles un minuto de tregua. De hecho, algo innato en cualquier niño pero que, en mi caso, no empezó con buen pie.

Una afición que, pese a sus accidentados inicios, no disminuyó en lo más mínimo sino que, por el contrario, fue en aumento a medida que pasaron los años y que, posiblemente, derivó en lo que es hoy una de mis pasiones: viajar, y todo lo que ello conlleva. La curiosidad por lo desconocido, el descubrimiento de nuevos lugares, nuevas costumbres, nuevas gentes, el saber qué hay más allá de lo que ya se conoce…
Evidentemente, si viviera mi abuela, que ese día fue la coprotagonista del suceso, diría que me dejara de tonterías románticas porque lo que yo estaba haciendo, simple y llanamente, era meter las narices donde no me llamaban.
Y posiblemente tendría razón, porque así me fueron las cosas.

Bien, pues interpretaciones aparte, en esas estaba yo el día en cuestión dispuesta a adentrarme en el dormitorio de mis padres, un territorio que había explorado muy superficialmente y que ofrecía infinitas posibilidades, todas por descubrir.
La alcoba, que dado mi pequeño tamaño me parecía enorme, tenía el aliciente de unos hermosos muebles, obra artesanal de mi abuelo ebanista, con un montón de tentadores cajones y sugerentes puertas por abrir. La perspectiva, pues, no podía ser más interesante.
Sin pensármelo dos veces, aunque poco o nada debía pensar yo a esa edad, me puse manos a la obra.

Solo había que superar un pequeño obstáculo: escapar de la vigilancia de mi abuela que, dado que el resto de la familia trabajaba, era la responsable de tener a raya mis inquietudes aventureras. Atareada en la cocina preparando la comida, no me resultó difícil alejarme de su control y, con la velocidad que me permitían mis diminutas piernas, atravesé como una flecha el pasillo que conducía al dormitorio de mis padres.
Mi carrera, sin embargo, se vio frenada por la penumbra que allí reinaba y que, en absoluto, invitaba a seguir adelante. A pesar de esto, lejos de desistir en mi intento, lo consideré como un elemento que hacía aún más excitante la aventura y, una vez mis ojos se adaptaron a la oscuridad, me lancé a ella con pasitos torpes y apresurados.

El primer mueble con el que topé, ya que me dí de narices con él, fue un tocador, totalmente fuera del alcance de mis posibilidades. Con dos pequeños cajones en la parte superior, imposibles de alcanzar dada mi escasa estatura, y cuatro grandes cajones en la parte inferior, imposibles de abrir dada mi poca fuerza, tuve que descartar el primer objeto de inspección. Aun así, no me rendí a la primera y, posiblemente, la contrariedad no hizo más que avivar mi interés. Convencida de que algo encontraría más accesible a mis limitados recursos, me adentré del todo en la alcoba.
Y lo hallé.

Las mesitas de noche. Una a cada lado de la cama, y exactamente igual de altas que yo. O yo igual de bajita que ellas. Parecían estar esperándome y no me lo pensé dos veces. Posiblemente, ni una.
Pero una terrible duda detuvo de nuevo mis pasos… ¿Hacia cual dirigirme?
Supongo que un incipiente atisbo de intuición femenina me hizo decantar por la de mi madre. Casi seguro que en su interior habrían cosas mucho más interesantes que en la de mi padre.
Con un cajón en la parte superior y una puerta en la inferior, este mueble sí era totalmente asequible para mis manitas curiosas e impacientes por descubrir la gran cantidad de maravillas que, seguro, escondía.
Así pues, fijado ya el objetivo, me dirigí hacia él como un torpedo.

Pero de nuevo mi carrera se vio frenada por algo que relucía en la oscuridad y que llamó enormemente mi atención. Era el tirador del cajón, una pieza de metal dorado, en forma de lágrima, que sobresalía ostensiblemente del mueble y que, justo a la altura de mis ojos, parecía indicarme el camino a seguir. Por unos segundos, casi me hipnotizó.
El lapsus, sin embargo, fue breve porque, retomando mi interrumpida carrera y a una velocidad casi suicida, corrí hacia la mesita dispuesta a alcanzar mi meta.
Pero la mala fortuna, mis pasitos torpes por la prisa y mi todavía frágil estabilidad se confabularon de tal forma que, a tan solo un par de centímetros de mi objetivo, resbalé.
Y, con peor fortuna aún, lo hice de tal forma que mi frente daba de lleno contra el tirador. Exactamente entre ceja y ceja sentí el frío metal atravesándome la piel.

El impacto me tiró de espaldas al suelo y, bastante aturdida, intenté incorporarme pero solo conseguí quedarme sentada. Curiosamente, y a pesar del duro golpe, no lloraba. Quizás porque el subconsciente me decía que echarme a llorar equivalía a delatarme…
Debí permanecer así unos segundos hasta que noté un líquido caliente que resbalaba por mi rostro y que se metía en mis ojos. Palpé con la mano mi cara y fue entonces cuando, al verla completamente manchada de sangre, olvidé a mi subconsciente y empecé a llorar histéricamente con todas la potencia de mis pequeños pulmones.
Al mismo tiempo que estallaba mi llanto, algo estallaba también contra el suelo de la cocina, a la vez que oía otros gritos, aparte de los míos. Los de mi abuela, ya corriendo por el pasillo hacia donde yo estaba. Se encendió la luz de la habitación y mi llanto aumentó en decibelios al ver su cara, aterrorizada y tan blanca como lo era mi vestido antes de teñirse prácticamente de rojo con la sangre que se deslizaba por mi rostro.
Y aquí, de repente, termina mi primer recuerdo porque, inexplicablemente, del resto no logro recordar nada.

Sé, por lo que me contaron, que mi abuela intento taponar como pudo la hemorragia y que, nieta en brazos, bajó desesperada a la calle, me llevó hasta la farmacia más cercana donde me hicieron una pequeña cura y, poco después, avisados mis padres, se personaron rápidamente en casa para llevarme al hospital.
De esa aventura frustrada, de esa accidentada curiosidad, me quedó, durante muchos años, una cicatriz vertical, exactamente equidistante de las dos cejas y escandalosamente visible a primera vista.
A medida que fui creciendo, fue haciéndose menos ostensible, salvo cuando fruncía el ceño, que no eran pocas veces…
Aún ahora, si me observo detenidamente esa zona, entre alguna que otra arruguita que ha pasado a ornamentar mi cara, puedo distinguir todavía una minúscula señal, como perenne recuerdo de mi curiosidad infantil.
Así inauguré, pues, mi largo rosario de pequeños y no tan pequeños accidentes que, hasta hoy, han sido compañeros inseparables en este mi viaje por la vida y a los que, después de tantos años, inevitablemente, he llegado a tomarles cariño.

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lunes, 26 de abril de 2010

No me copies

Han nacido de mi llanto
y también de mi alegría,
las he sentido en el alma,
las he hecho poesía…

Pueden parecerte simples,
vulgares o infantiles.
Puede que hasta pienses
que como yo, escriben miles.

Aún así, son mis palabras,
me las dicta el corazón.
Humildes, sin pretensiones…
De sencilla comprensión.

Y por eso yo las quiero,
porque de mí han nacido.
Cada frase es un reflejo
de todo lo que he vivido.

Y van dibujando el retrato
de una vida, que es la mía.
A veces en forma de prosa.
a veces de simple poesía.

No quieras hacerlas tuyas
pues nacen de mi inspiración
y solo yo soy la dueña
de ella y de mi corazón.

La voz de tus sentimientos
solo habla en tu interior.
Escúchala y, con orgullo,
hazte de ellos, trovador.

No me copies, sé tú mismo,
creador y autor como yo.
Piensa, siente, escribe, habla…
Pero con tu propia voz.
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miércoles, 21 de abril de 2010

Mis días malditos


Hay días
en que la primavera se marchita,
se transforma en escarcha el rocío
y la alegría no acude a mi cita.

Hay días
en que de mí misma soy prisionera
y desde el calabozo de mi pena
escucho el latir de la vida fuera.

Hay días
en que piso el borde del precipicio,
siento el vértigo de mirar abajo
e inmóvil, me recreo en el suplicio.

Hay días
en que todo me parece casi nada,
y la nada me aprisiona y me asfixia.
Enemiga invisible y despiadada.

Y esos días,
cuando pierdo el rumbo en mi camino,
el faro que me guía se apaga
y reniego de la fuerza del destino…

Esos días,
amigo, es cuando más te necesito
y preciso de la luz de tu mirada
alumbrando mis oscuros días malditos.
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domingo, 18 de abril de 2010

Sola frente a un café

La moche cubrió mi cama
con un manto de frialdad
y lento, el tic-tac del reloj
marcaba mi soledad.

Busqué con mis pies helados
los tuyos bajo las sábanas
y desperté acurrucada
junto a tu ausencia tirana.

Que me condena al exilio
de tu piel, y a la agonía
de saber que para siempre
mis mañanas serán frías.

Y fría es ya esta mañana
en que comienza el olvido.
Diría que tras la ventana
el mundo se ha detenido…

Se me enfría el café
y el alma se me congela.
Hoy preciso más que nunca
tus abrazos de franela.

A pequeños sorbos bebo
del recuerdo y del café.
¡Qué amargos que son los dos!
Qué dulce quien ya se fue…

Este silencio me habla
de abandono y de tristeza…
Quisiera odiarte y no puedo
pues de tu amor sigo presa.

Aún no me hago a la idea
de que ya no estás en casa,
si seré tonta que puse,
para el café, un par de tazas…

Se viste de gris la ciudad
y yo de días vacíos.
¿Porqué tras de ti, mi amor,
has dejado tanto frío?

Un par de lágrimas caen
y salpican mi café
y el cielo, tras los cristales,
llora conmigo también.

Voy a prepararme otro
y recogeré tu taza.
Sola, frente a uno solo,
veré como el día pasa.
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miércoles, 14 de abril de 2010

Vete al cuerno

Me juró amor eterno
pero le importaba un cuerno,
porque de cuernos sabía
más que perro en cacería.

Me coronó pronto y mal
que hasta en eso era animal.
Y ajena a mi condición
yo, en mi nube de algodón.

Aprendiz de ama de casa
y él cada noche de caza,
jugando con la primera
a médicos y enfermeras.

“¡Qué fastidio! Una cena…”
decía con cara de pena.
“He de ir, es el trabajo…”
Y corría escaleras abajo.

“Mujer… ¿es que estás ciega?
¿No ves como te la pega?”
Me dijo una amiga un día
harta ya de mi miopía.

Y descubrí, impotente,
lo que era tan evidente.
Sin gota de arrepentimiento
lo mandé a tomar viento.

“¡Tu amiga es una arpía!”
colérico repetía.
“¿Vas a creer a esa bruja?”
voceaba el muy granuja.

Y le di el pasaporte.
Y de mangas, un buen corte.
Me contuve del gustazo
de pegarle un buen guantazo.

Continué por mi camino,
libre ya de ese cretino,
hasta que un día en mi casa
apareció y dije “pasa”.

Me arrepentí al momento
pero ya estaba dentro.
Él, contándome sus penas.
Yo, sin escucharle apenas.

“Desde que no estoy contigo
vivir es como un castigo.
Todo va mal en mi vida…”
decía con voz afligida.

Seguía con su lamento
y yo me reía por dentro…
“Como se te ve el plumero,
lobo con piel de cordero…”

Terminó su conferencia
y también con mi paciencia.
Le dije: “Lo siento por ti.
La charla termina aquí”.

Y añadí: “Hace ya un año
me libré de tus engaños
y no pienso reincidir.
Cierra la puerta al salir”.

Callado y meditabundo
por fin salió de mi mundo.
Pensé: “Vete al cuerno.
O mejor… vete al infierno"
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lunes, 12 de abril de 2010

Si tú me lo pides

Puedo, si tú me lo pides,
de un salto llegar hasta el cielo,
llenarme las manos de estrellas
y bajártelas a ras de suelo.

Y que su brillo encienda tus ojos
que me duele verlos apagados,
bañados de oscura noche,
mirando solo hacia el pasado.

Puedo, si tú me lo pides,
llegar hasta el sol y robarle un rayo
y al frío diciembre de tu corazón
darle el calor de un tibio mes de mayo.

Con la ternura de su calidez
te arroparé y te haré un abrigo.
Hasta que ya no tirite tu alma,
hasta que dejes de ser tu enemigo.

Puedo, si tú me lo pides,
hacer un pacto con la luna llena,
que como un globo de luz ilumine
el negro pozo donde te hunde la pena.

Que te bañe el brillo de su luz
y para ti sonría cada noche.
Que su halo te bañe de plata
y se prenda en tu alma cual broche.

Puedo, si tú me lo pides,
descorchar la risa y en trago largo
ofrecértela hasta que ahogues
el recuerdo de un amor amargo.

Y si aún así nada es suficiente,
me sentaré a tu lado y contigo
lloraré tus lágrimas porque
tu pena es también la mía, amigo.
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miércoles, 7 de abril de 2010

Sábanas tendidas al sol

Era un impacto visual que casi me cegaba. Me obligaba a cerrar los ojos de golpe y a detener mi alocada carrera hacia ese cuartito del terrado donde mi abuelo tenía su taller de ebanista y en donde, a pesar de estar entregado en cuerpo y alma a su trabajo, estoy segura aguardaba mi llegada, alborotada y feliz, al regreso de la escuela.
Despacio, abría poco a poco los ojos hasta poder mirar de frente ese blanco cegador que ante mí, como una pared, me cortaba el paso y casi me obligaba a retroceder.

Cuando ésto sucedía, por unos momentos, sentía que mi territorio había sido invadido, que mi pequeño gran mundo al aire libre, en donde yo era la princesa de todos los cuentos, la aventurera más intrépida, la corredora más veloz a lomos de mi patinete, había sido ocupado por metros y metros de sábanas blancas que, en una alineación casi militar, me cerraban el paso.
También sabía que era viernes, día de colada en casa, día en el que las dos mujeres de la familia, mi madre y mi abuela, dejaban buena parte de su energía en esa pesada tarea de lavar enormes sábanas a mano.

Pero ya una vez aceptada como inevitable esa invasión territorial, llegaba incluso a olvidar a mi abuelo y, entusiasmada, me lanzaba a dar rienda suelta a mi imaginación, que no era poca, convirtiéndome en protagonista de mil fascinantes aventuras.
De repente, los estrechos pasillos que, entre sí, formaban las sábanas tendidas al sol se convertían, gracias a mi fantasía, en misteriosos pasadizos secretos de un castillo en donde yo me adentraba a la búsqueda de un tesoro. Minutos más tarde, se transformaban en estrechas gargantas de un desfiladero donde yo, en veloz carrera, escapaba de las fauces de algún monstruoso animal.

Aguerrida aventurera, intrépida amazona… Zigzagueando por entre las sábanas, con mis trenzas al viento y mis rodillas peladas, yo era siempre la heroína de alguna improvisada aventura que, por supuesto, siempre tenía un final feliz y en la que salía victoriosa e indemne de todos los peligros.
A veces, en el momento más emocionante de mis correrías, unas voces me detenían en seco y me obligaban a volver a la realidad. Era la voz de mi madre, o de mi padre, o de los dos a la vez, que me llamaban para comer. Mi aventura, entonces, abandonaba el mundo de la fantasía y se convertía en real. Y así daba comienzo otro juego que ya conocía.

Callada, casi sin respirar y sin apenas hacer un movimiento, esperaba a que me reclamaran de nuevo. Ignorando que mis diminutos pies asomaban por debajo de las sábanas, y suponiéndome tras de ellas totalmente a resguardo, aguardaba inmóvil.
Mis padres, convertidos en cómplices de mi juego y esquivando el pasar por donde yo estaba escondida, simulaban una desesperaba búsqueda de mi personita, preguntándose el uno al otro con un estudiado tono de preocupación en su voz: “¿Pero donde se habrá metido la niña?... No la veo por ninguna parte…”

Yo contenía una risa nerviosa y, como en un teatro de sombras chinescas, veía al trasluz de las sábanas la silueta de mis padres intentando encontrarme.
Y seguían: “Pues no consigo encontrarla… mira que si se ha ido…”
Mi nerviosismo iba en aumento a medida que sentía su proximidad y veía, por debajo de las sábanas, sus pasos acercarse a mí, ajena a que de la misma forma que yo los veía a ellos, ellos me veían a mí.
“¡Aquiiiiiiiiiiiiii!” gritaba la voz de uno de ellos, atrapándome al vuelo y alzándome por los aires mientras yo estallaba en carcajadas nerviosas y felices y observaba en sus rostros sonrisas de complicidad.

Y era entonces, una vez finalizado el juego, cuando me recreaba en algo que, sin saberlo yo entonces, se convertiría en una especie de ritual toda mi vida.
Delicadamente, paseaba mis manos por las sábanas todavía húmedas y que, mecidas por la brisa, parecían bailar al son de un ritmo lento y acompasado. Me impregnaba de ese peculiar olor a ropa limpia, a ropa recién lavada con jabón de pastilla y lejía. Un olor que se mezclaba con el aroma fresco y perfumado del aire primaveral. Un olor que me resultaba casi embriagador y que, para siempre, ha quedado grabado en mi memoria.

Han pasado muchos, muchos años. Hoy, en el terrado de mi infancia ninguna sábana me cierra el paso. Pero aún así, a menudo me detengo donde antes solía hacerlo y cierro los ojos. Es entonces cuando todavía creo oír la risa de una chiquilla y, si aspiro profundamente, me llega de lejos el olor inconfundible y limpio de las sábanas tendidas al sol

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