jueves, 26 de agosto de 2010

¡¡Baja, loca!!

Me había prometido a mí misma no hacerlo, me había autoconvencido de que nada ni nadie podrían obligarme a ello, y de que un “no” rotundo y tajante, acompañado de una mirada fulminante, bastarían para impedirlo.
Me dije que ya son suficientes las cosas que la vida nos obliga a hacer contra nuestra voluntad como para tener que añadirle una más.
¡Vamos, hombre… hasta ahí podíamos llegar!
Y hasta ahí llegué. Hasta el maravilloso Parque Nacional del Timanfaya, en Lanzarote, dispuesta a disfrutar de una de las excursiones más bonitas que he hecho en mi vida, percances e incidencias aparte, y con el firme propósito de mantenerme fiel a mi decisión.
Pues no. No pude evitarlo. De hecho, ni siquiera tuve la oportunidad de manifestar mi determinación.
Mi voluntad poco o nada pudo contra unos cincuenta compañeros de viaje que, rebosantes de entusiasmo, descendían velozmente del bus turístico armados, cual pelotón de combate, con cámaras y vídeos hasta los dientes y que, como si les fuera la vida en ello, se lanzaban en frenética carrera hacia una larga fila de camellos que, sentados plácidamente en una de las laderas del Timanfaya, parecían esperar resignados la avalancha humana que se les venía encima.
Casi me arrollan. Los camellos no, los turistas.

Ávidos del típico paseo a lomos de un camello y de la consabida foto de rigor para la posteridad, se apiñaban desordenadamente alrededor de los animales, esperando impacientemente que el camellero les acomodara en sus lomos. Todos se apelotonaban para ser de los primeros, como si temieran que los camellos huyeran en estampida y perderse la oportunidad de tan trepidante aventura, algo que a mí me hubiera ido de perlas y que llegué a desear con todas mis fuerzas.
Aunque difícil hubiera sido porque, a decir verdad, casi los tenían acorralados a los pobres animales…
Todos aguardaban, impacientes y expectantes, el gran momento de subirse en ellos.
Todos, menos yo.
Me quedé rezagada. Primero, porque mi entusiasmo por esa obligada aventura turística era totalmente nulo y, segundo, en la confianza de que mi ausencia pasara desapercibida.
Fue un inútil y vano intento.
Había logrado resistir a la tenaz insistencia de Joan y convencerle de que a mí los animales me encantan, pero siempre vistos desde tierra firme. Aún así, él seguía mirándome como a una alienígena ante mi negativa a encaramarme a lomos de aquel animal, mientras yo seguía inamovible en mi férrea decisión.
Casi le había convencido ya, casi, cuando toda mi argumentación se fue al traste al sentir la fuerte presión en mi brazo de los dedos de un resolutivo camellero que, sin encomendarse ni a mí ni a nadie, me arrastraba hacia uno de los camellos y, con rapidez meteórica, me sentaba en una de esas diminutas e incomodísimas sillas que colgaban a ambos lados de su enorme joroba.

Cric, crac… y ya me había atado a la silla con la celeridad propia de quien hace esa misma operación cientos de veces al día y obviando totalmente si yo quería o no montarme en ese cuadrúpedo. Ni me preguntó ni esperó respuesta. Me dejó allí sentada y con cara de boba. Y se fue.
Al otro lado de la joroba, en ostensible desnivel con relación a mí por sus casi veinte kilos de más, Joan sonreía más feliz que un anís.
Mal empezaba el día y pintaba seguir peor. Ignorante de los fuertes vientos que suelen soplar en esa isla, maldije una y mil veces mi escueto pantalón corto y mi veraniega camiseta de tirantes mientras hacía verdaderos malabarismos con un finísimo chal que pretendía colocar sobre mis hombros pero que apenas podía sujetar por la intensidad del viento.
Me acordé de Isadora Duncan y su triste final…
Y en esos agradables pensamientos andaba yo cuando llegó el momento tan ansiado por todos y tan temido por mí. Los camellos, dócilmente y a un grito ininteligible del camellero, fueron levantándose uno a uno, en un sincronizado orden.
Empecé a contar… el primero, el segundo, el tercero…
Seguía sin comprender la alegría de los que ya se encontraban colgados en el aire.
El noveno, el décimo… uno tras otro iban poniéndose en pie y se acercaba ya el turno del mío, situado más o menos en la mitad de la fila.

Y me tocó. ¡Ale hop! y…
Y en ese momento hice el ridículo más espantoso.
Yo, persona amante de pasar desapercibida, me asusté hasta de mi propio grito, que salió de lo más hondo de un corazón que sentía desbocado y que, por un momento, pensé que se escapaba por mi boca abierta…
¿¿¿Por qué nadie me había dicho que los camellos no se incorporan sobre sus cuatro patas a la vez, sino que lo hacen sólo sobre las traseras??? ¿¿¿Por qué había sido tan estúpida de no haberme fijado nunca en ese pequeño detalle???
Mi camello, fiel a su genética, por supuesto también lo hizo y en un par de segundos mi silla, hasta entonces en una relativa y segura perpendicularidad al suelo, se elevaba por los aires alcanzando una peligrosa inclinación que me colocaba de espaldas al cielo y de cara al suelo, mientras las larguísimas patas del animal seguían incorporándose.
Más que un grito, era un aullido lo que seguía saliendo por mi boca... Es muy posible que todavía resuene mi eco en la tranquilidad de ese valle.
Mi camello, imperturbable, ni se inmutó ante mi histérico ataque de pánico. Evidentemente, fue el único porque Joan, mirándome como a una poseída, me fulminaba con la mirada a la vez que me preguntaba porque chillaba de “esa” manera mientras el camellero, con una mezcla de enfado y susto en su cara, acudía rápido a mi alarido preguntándome en tono recriminatorio: "¿¿¿Se puede saber qué le pasa, señora????”

Sentí sobre mí las miradas burlonas de cientos de ojos y en ese momento, si mis temblequeantes piernas me lo hubieran permitido, habría saltado del camello para que me tragara rápidamente la tierra, esa tierra que minutos antes pisaba con toda seguridad y que ahora veía tan lejana de mis pies…
Pero tampoco esto funcionó, porque seguía atrapada en esa maldita silla y, para colmo de mis males, ahora sí empezaba a moverse la caravana.
Y comenzó la lenta ascensión por la ladera, al inestable vaivén de los pasos del camello. A medida que íbamos subiendo, el viento arreciaba más y a la mitad de la subida, yo era ya una especie de ovillo acurrucado en el asiento, luchando desesperadamente para que el fuerte viento no me arrancara el chal con el que, inútilmente, seguía batallando para proteger mi cuerpo del frío. Menos la cara, que todavía me ardía por la vergüenza pasada, el resto estaba helado.
A pesar de todo, por unos minutos y dada la lentitud del ascenso, conseguí relajarme un poco y hasta llegué a esbozar una leve sonrisa imaginándome qué negro porvenir hubiera tenido como beduina.

Poco duró, sin embargo, mi relativa tranquilidad cuando observé que, de repente, a mi camello le había entrado prisa. Quizás se dio cuenta de que llegaba tarde a una cita, quizás se creyó el Fernando Alonso de la caravana o quizás, simplemente, quería martirizar un poco más a la patética pasajera que llevaba a cuestas… El caso es que, no conforme con seguir la ordenada fila, empezó a acelerar el paso, intentando adelantar al camello que le precedía, uno de cuyos asientos iba ocupado por un niño que, en cuanto vio el hocico de mi camello sobre su hombro, empezó a llorar histéricamente. Su madre, en el asiento de al lado, intentaba calmarlo sin resultado alguno mientras él, convertido ya en la banda sonora de la caravana, me miraba de forma acusadora.
Genial. Todo estaba saliendo redondo...
¿¿¿Y qué demonios pretendía mi camello con su inusitada prisa????
Clavé también en él la más terrible de mis miradas que, por supuesto, ni vio y, saltándose olímpicamente las más elementales normas de circulación, comenzó a adelantar al camello de delante por la derecha, algo que a éste no le gustó nada, pues empezó a empujarlo hasta dejarlo casi al borde de la ya elevada pendiente de la ladera…
Miré hacia abajo y, a la vista de la altitud en la que nos encontrábamos, sentí que mi frío desaparecía repentinamente para transformarse en sudor. En sudor frío, claro.
¿¿¿Dónde demonios estaba el camellero para frenar a mi acelerado camello??? me preguntaba mientras él y su rival seguían pugnando por una mejor posición.

Y con esta disputa animal, llegamos a la cima. Una breve parada para contemplar el imponente paisaje que se extendía frente a nosotros fue, para mí, el mejor momento del recorrido. Reinaba el silencio, los camellos estaban quietos… Incluso el fuerte viento parecía haber amainado. Por unos instantes, llegué a pensar que estaba tocando de pies al suelo.
Poco duró, sin embargo, tan hermosa sensación. A un grito, otra vez ininteligible, del camellero la caravana se ponía nuevamente en marcha para iniciar el descenso.
Volvía a soplar el viento con intensidad y yo, de nuevo, retomaba mi interrumpida batalla con el chal, que ahora se vengaba de sus intentos frustrados de huida enroscándose a mi cuerpo como una serpiente. Mientras, los camellos, más ligeros en su descenso, iniciaban un trote que a mí se me antojó casi suicida y que hacía bambolear con fuertes sacudidas las enclenques sillas en las que íbamos sentados. A cada paso del camello, mi martirizada columna vertebral se estampaba contra el metálico respaldo del asiento y casi podía imaginarme a mis maltrechas vértebras maldiciéndome
Mi camello, por supuesto, seguía con la misma prisa de antes.
Arriba, abajo, arriba, abajo…. el vaivén del trote marcaba las subidas y bajadas de mi asiento de tortura y yo no veía el momento de tocar de pies al suelo, aunque difícil me resultaba poder ver nada porque, a esas alturas, yo era ya una maraña de chal y cabellos que cubrían, prácticamente, mi cara.

Se me hizo eterno, pero por fin llegamos al punto de donde habíamos partido mientras yo procedía, pacientemente, a apartar el enmarañado cabello de mi cara y a desenroscar el chal que, juguetón con el viento, casi me había envuelto medio cuerpo y me daba el aspecto de una momia montada en un camello...Mi imagen de seductora aventurera hubiera echado para atrás al mismísimo Indiana Jones.
De tal guisa llegaba yo al final de mi suplicio.
Uno a uno, los camellos se colocaron de nuevo en fila para, ordenadamente, y a la siempre ininteligible voz del camellero, empezar a sentarse para que sus pasajeros, ya desbordados por un entusiasmo colectivo, descendieran.
Todos se sentaron. Todos, menos el mío. Estaba claro que algo tenía en mi contra o que se estaba vengando de mi aullido…
Me imaginé el espectáculo… Decenas de camellos, ya libres de su carga, sentados plácidamente en el suelo y, en medio de ellos, desafiante y rebelde, el mío, obstinado en seguir sobre sus cuatro patas. Yo, colgada todavía en los aires, ya casi me había librado del maldito chal.
Por fin, tras segundos que me parecieron horas, el camellero de incomprensibles órdenes se dirigió hacia nosotros. De nuevo con señales evidentes de enfado en su rostro, no se si por el camello díscolo o por verme a mí, le lanzó uno de sus enigmáticos gritos.
Nada. Como si no fuera con él. Mi camello seguía en pie. No había duda... aquello era una venganza. Primero la del chal y ahora la del camello. ¿Se vengaría el niño llorón también de mí?
Un nuevo grito, esta vez más fuerte y totalmente comprensible:
“¡¡Baja, loca!!”

Y entonces funcionó. Como mágico conjuro, esas dos palabras bastaron para que mi camello por fin, lenta y pausadamente, se sentara.
Más que bajar, casi me tiré al suelo mientras, para mis adentros, me preguntaba si esa orden había ido dirigida al camello o a mí...
A punto estaba de preguntarle al siempre enfadado camellero cuando me topé, por primera vez, con su sonrisa. Eso sí, burlona. Tanto, que opté por callarme.
Preferí ignorar la respuesta. Ya en tierra firme, recompuse como pude mis cabellos, guardé mi chal en lo más hondo de mi mochila y, con la mayor dignidad posible, me alejé cuan rápida pude, sin despedirme, del camello.
Prometo volver a Lanzarote, isla que me enamoró. Si alguna vez me pierdo, es posible que me encontréis allí, entre su cielo azul, sus blancas casas y su negra tierra... Pero también prometo, y al Timanfaya pongo por testigo, que nunca más volveré a subirme a un camello.

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