martes, 22 de marzo de 2011

Lloca y yo

Era pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos.
No, no era Platero. De haberlo sido, yo sería Juan Ramón Jiménez y, es evidente, no lo soy.
Quien respondía a tan tiernas características era, ni más ni menos, que un pollito.
Pero no uno cualquiera ni uno más, no. Era mi pollito.
Y esta es la historia de mi pollito y yo.
Fue un delicioso y diminuto regalo que recibí por la compra de una docena de huevos. Mejor dicho, la compra la hizo mi madre, que yo a mis tiernos siete años todavía no estaba para tales menesteres y que, seguramente, ese día maldijo a dos personas. A ella misma, por insistir en que yo la acompañara y al vendedor que, pionero en estrategias de marketing, regalaba pollitos a cambio de doce huevos.
Estoy hablando, por supuesto, de hace muchos años. Hoy, posiblemente, al vendedor de huevos le caería una denuncia por tráfico de animales. Pero entonces eran otros tiempos.

El astuto vendedor lo sostenía en sus manos, justo a la altura de mi nariz, invitándome a acariciarlo mientras le dedicaba a mi madre la mejor de sus sonrisas, ella a él una mirada asesina y yo a ella, percibiendo el inminente riesgo de perder tan inesperado regalo, la más conmovedora de mis miradas suplicantes.
Ante aquel chantaje emocional, y en clara desventaja numérica, su “Bueno, vale”, tras unos eternos segundos de titubeo, sonó en mis oídos como música celestial y poco después mi madre, una docena de huevos, un pollito y yo emprendíamos el camino a casa. Mi rostro mostraba una sonrisa radiante, similar a la que solía lucir al inicio de mis vacaciones escolares.
El de mi madre, no.
El regreso fue amenizado por un incesante piar del pollito, que yo supuse se debía a la felicidad que le embargaba pero que mi madre, más realista, atribuyó a una súplica desesperada para que se le liberara de aquel diminuto habitáculo de cartón en el que le habían metido y del incesante balanceo a que, en mis brazos, se veía sometido.
Posiblemente mi madre tenía razón. Como siempre.

Fuera lo que fuera, llegamos al fin a casa. Yo, con esa sonrisa que parecía se me había congelado en la cara, hice la presentación oficial del pollito al resto de la familia, liberándolo de su encierro y colocándolo, cual jarrón, en el centro de la mesa del comedor. Cinco pares de ojos analizaron al pollito de patas a cabeza, cosa que duró un par de segundos dado su diminuto tamaño.
Una vez superado el examen visual, tras el cual comprobé que a los demás miembros de mi familia, incluida mi madre, se les dibujaba una sonrisa muy parecida a la mía, tomó la palabra mi padre.
Me hizo serias advertencias acerca de mi responsabilidad para con el pollito. Todo un alegato en defensa de los animales y como tratarlos. Yo, ante la solemnidad del momento, había borrado ya de mi cara la bobalicona sonrisa y asentía con fuertes movimientos de cabeza, mientras sentía que mis trenzas bailaban en el aire.
Finalizado el acto, comencé a organizar mentalmente una agenda de tareas relacionadas con mi pollito y, como prioridad número uno, anoté en mi cabecita la de buscarle un nombre.
Era fundamental. Nadie puede tener a otro ser a su cargo sin saber como llamarle. El nombre forma parte de la identidad de cualquier ser vivo, tenga dos o cuatro patas, y mi pollito no era una excepción. El momento, pues, requería mi máxima concentración.

Pero mi concentración no parecía estar por la labor, pues solo acertaba a dar con nombres o bien ridículamente cursis o exageradamente extravagantes. A veces, incluso, coincidían en un mismo nombre las dos cosas.
Fue un momento complicado, pero no podía seguir adelante sin resolver ese problema. Entrando en vías de desesperación, no solo yo sino también mis padres viendo que aquello se eternizaba, decidí aceptar ayuda del exterior. Mi madre, que a esas alturas parecía haber perdido ya su animadversión hacia mi pollito y que, juraría, estaba con él casi tan entusiasmada como yo, acudió en mi ayuda.
“Lloca” me dijo. Le puedes llamar Lloca.
“Lloca…” repetí, mientras velozmente buscaba en el archivo de mis conocimientos el significado de aquella palabra.
Nada. O se había traspapelado o no existía, porque no llegué a dar con él.
Me lo facilitó mi madre, viendo mi cara de boba ante tal incógnita.
“Lloca es la gallina que empolla sus huevos. Tú debes conocer la palabra en castellano, que es "clueca”, me dijo.

Moví, por segunda vez en el día, la cabeza afirmativamente mientras me preguntaba porque no me lo habían enseñado en la escuela, cosa que descubrí años después, y por qué extraña ciencia infusa sabía mi madre que aquel pollito era hembra.
Y, puesta a preguntarme, también me pregunté porqué esa extraña ciencia infusa la había llevado a pensar que mi futura gallina, si así el tiempo lo confirmaba, llegaría a empollar sus huevos, cosa para la cual se precisaba, previamente, de un macho. Que hasta ahí ya llegaba yo.
Y en casa, de macho animal solo había un perro, que para el caso no servía de nada.
Fue mi primera constatación de que esa curiosa ciencia infusa de mi madre no era más que un sexto sentido que dio de lleno en la diana pues, al cabo de un tiempo, mi pollito se convertía en una hermosa gallina.
Pero en esos momentos eso todavía era una duda, aunque a mi fantasía le fue sumamente fácil imaginarse el futuro de Lloca, que así determiné llamarla como gesto de agradecimiento a mi madre.
Pensar en darle apellidos me pareció excesivo.
En ese futuro la veía, presumida y orgullosa, paseando por el terrado de casa, lugar donde pensaba ubicar su vivienda, seguida de su numerosa prole de pequeños pollitos, pues daba por sentado que sería una gallina prolífica.
Quedaba por resolver, en ese sueño, el tema del padre de los pollitos, que seguía siendo una incógnita, pero supuse que el tiempo ya pondría a un apuesto gallo en su camino.

Aterricé de mi desvarío para tocar de pies al suelo y pasar al segundo tema que ocupaba mi agenda. La vivienda de Lloca que, sin lugar a dudas, debía ser en el terrado. Había espacio más que suficiente para ella. Incluso si se diera el caso de que tuviera familia numerosa.
Había que pensar en todo.
¡Qué feliz debía sentirse Lloca, que no había cesado un minuto de piar! En un par de horas, su vida había cambiado totalmente. De ser un pollito anónimo había pasado a tener un nombre y vivienda propia. Y todo gracias a una docena de huevos.
A la espera de que las obras de su gallinero estuvieran terminadas, tarea que encargué a mi abuelo ebanista y al que nada me costó convencer, ubiqué a Lloca en una caja de zapatos. Pero no una cualquiera, no. En una enorme, de mi abuelo, que tenía unos pies tan grandes como el corazón que los movían.
Con muy buena voluntad y muy poca idea, acondicioné como mejor pude el provisional habitáculo de Lloca, procurando que no le faltara de nada y mucho menos lo imprescindible, que era el aire. Agujereé la caja hasta que pareció un enorme queso de gruyere, para que estuviera debidamente ventilada y dí por sentado que, desde el interior, Lloca estaría encantada con el sistema de ventilación de su vivienda.
Seguro, porque no dejaba de piar.
Y con la satisfacción del deber cumplido, esa noche dormí el mejor de mis sueños. De haber padecido insomnio, estoy convencida de que no hubiera contado ovejas, sino gallinas.

Sólo un par de días precisó mi abuelo para construir el gallinero. Cuando lo vi terminado pensé que se le había ido un poco la mano en ello, pues cuando Lloca hizo su entrada oficial en el mismo, me pareció aún más diminuta. Tan grande era aquello, que más que un gallinero, se asemejaba a un duplex. Pero pasadas unas semanas, y viendo la rapidez con que Lloca crecía, me dí cuenta de que mi abuelo lo había construido con vistas al futuro.
Hombre previsor, mi abuelo.
Y aún así, se quedó corto en sus previsiones, pues Lloca crecía tan deprisa, hecho que atribuí a mi esmerado cuidado en su alimentación, que en poco tiempo de nuevo mi abuelo tuvo que hacer reformas en el gallinero para adecuarlo a su tamaño.
Ahora ya parecía un triplex.
Crecía tanto y tan rápido, que muy pronto dejó de ser un tierno pollito para convertirse en una hermosa gallina, tal como había intuido mi madre.
Me dí cuenta de ello el día que descubrí que ya no piaba. Había pasado al cacareo.
Como toda una señora de su casa, ufana y rebosante de energía, se acomodó el gallinero a su manera y se hizo dueña y señora del mismo. A su interior, solo yo podía tener acceso, lo cual me llenaba de orgullo. El resto de mi familia lo intentaron, sin éxito, cientos de veces. Primero a las buenas, más tarde a las malas. Finalmente, dejaron de intentarlo.

A picotazo limpio, Lloca marcaba su territorio y su propiedad y ni el factor sorpresa ni sutiles artimañas conseguían cogerla desprevenida una sola vez. Era capaz de defenderse, ella sola, de cualquier intruso que invadiera su espacio y su intimidad, sin importarle si lo hacía solo o con refuerzos. Si era preciso, se dejaba las plumas en ello.
Al más puro estilo Rambo
Pero puesta a marcar territorio, Lloca no se andaba con chiquitas y demostró que sus ansias de nuevas conquistas no tenían límites. Amplió su demarcación allende el gallinero y, cuando correteaba detrás de mí por el terrado, cualquier otra persona que se atreviera a poner los pies en él, de inmediato se batía en retirada, arrepentida de tal osadía. Todo pie que fuera mayor que el mío, era objetivo enemigo que, sin piedad, acribillaba con su pico guerrero. Mi madre y mi abuela, especialmente, fueron quienes más caro pagaron su atrevimiento, pues su gasto en medias aumentó considerablemente desde que Lloca entró en casa. No había media que se resistiera al afilado pico de mi gallina, en su fijación por los pies humanos.
Ante este hecho, y en beneficio de su integridad física, las dos optaron por limitar sus salidas al terrado bajo previo aviso, a fin de que yo sujetara a Lloca.
Creo que empezaron a odiarla.

Con tanta actividad física, Lloca precisaba mantenerse en forma y así, entre picotazo y picotazo y a falta de una sala de fitness en su gallinero, le enseñé a subir y bajar las escaleras, un sencillo ejercicio a fin de que tonificara sus patas y, además, muy saludable para el corazón.
Dos pisos, dos, subía y bajaba a pequeños saltitos y de peldaño en peldaño, sesenta para ser exactos, y siempre detrás mío. Ni se inmutaba si algún vecino coincidía con ella durante su entrenamiento físico, que Lloca era muy responsable y estaba siempre por la labor. Sin embargo creo que ellos, los vecinos, nunca llegaron a acostumbrarse a la nueva inquilina de la casa y la miraban con cierto recelo. A mis padres los miraban con cierta pena.
A mí, ya ni me miraban.
Pero tantas batallas en defensa de su territorio y tanto ejercicio bien merecían un descanso, que no solo de picotazos vivía Lloca. Y, por supuesto, yo era el descanso de mi guerrera.
Como si de una cabina de estética se tratara, la tendía en mi regazo panza arriba y, suavemente, la acariciaba. Mi masaje antiestrés para gallinas parecía ser que le encantaba, pues poco a poco se iba adormeciendo hasta que sus ojos se cerraban por completo y su cabeza colgaba sobre mis rodillas. Tanto se estiraba su cuello, que más de una vez llegué a pensar que algún antepasado de Lloca debía haber tenido alguna turbia relación con una jirafa.

Pero no era Lloca el primer animal que pasaba a formar parte de mi familia y tampoco sería el último. Otro, éste de cuatro patas y con rabo, le precedía. A mí no me nombro porque, a pesar de que alguna vez alguien me había calificado como tal, siempre me consideré perteneciente al rango de los humanos.
Lassie, un precioso y enorme pastor alemán, era el segundo representante del reino animal en casa. Vivía en un local situado en la planta baja del edificio, en donde mi padre tenía un pequeño taller, pero que disponía de un gran patio en su parte exterior, lugar ideal para que Lassie campara a sus anchas y, a la vez, ejerciera de vigilante diurno y nocturno del mismo. Era un trabajo a jornada completa y sin posibilidad de turnos.
El primer y último encuentro entre Lloca y Lassie fue tan imprevisto como accidentado. Si las gallinas tienen ángel de la guarda, ese día el de Lloca se ganó el cielo. Mejor dicho, como me imagino que el cielo ya se lo había ganado, se ganó el paraíso.
Fue el día en que a Lloca le dio por las piruetas acrobáticas, con salto al vacío y sin red.
Ese día pensé que la perdía para siempre.

Correteaba por el terrado, aleteando torpemente a fin de avanzar más rápida. En uno de sus aleteos, quizás intentando emular a una grácil paloma, consiguió alcanzar la barandilla. Justo dos pisos más abajo estaba el patio donde Lassie, en ese momento y como tantas otras veces, se entregaba a una extraña distracción, revestida de cierto aire de masoquismo. Dar vueltas sobre sí mismo persiguiendo su propia cola. A mí siempre me pareció un juego bastante absurdo, pero ya se sabe que la mente humana no tiene porque ser igual que la de un perro.
La persecución finalizaba o bien cuando conseguía agarrarse la cola, algo que hacía con tanto entusiasmo que lograba arrancarle algunos pelos, o bien cuando la cola se negaba a ser mordida y, mareado de tantas vueltas, Lassie se tambaleaba y caía al suelo. Cuando esto sucedía, perdía todo su glamour de pastor alemán y su poder de intimidación descendía bajo mínimos.
Bien, pues era en ese momento, en el que se incorporaba de su enésima caída, cuando miró hacia arriba, donde estaba Lloca haciendo equilibrios. Y la vio.
Miré a los ojos de Lassie y él clavó los suyos en mi gallina que, ajena a cuanto estaba pasando por la cabeza de mi perro, seguía cual acróbata recorriendo la barandilla, saltito a saltito y como si de una cuerda floja se tratara.
Lassie ya se estaba relamiendo el hocico.

Y sucedió lo que yo me temía, Lloca perdió el equilibrio y, antes de que yo pudiera sujetarla, caía en picado hacia el vacío, mientras con su torpe aleteo intentaba, inútilmente, levantar el vuelo. Su grito de socorro era un desesperado cacareo, a dueto con los ladridos de Lassie que, viendo su objeto del deseo cada vez más cerca, movía frenéticamente su martirizada cola.
Y yo gritaba.
Tal variedad acústica hizo que mi familia al completo acudiera veloz al lugar de los hechos, justo a tiempo de ver como Lloca, más que aterrizar, se estrellaba contra el suelo, a medio metro de Lassie, que necesitó un par de segundos para reaccionar y cerciorarse de que aquello no era un sueño. Dos segundos que Lloca aprovechó para incorporarse y emprender una vertiginosa carrera patio a través perseguida por mi perro, ya totalmente recuperado del shock.
Había también un tercero que corría como un rayo escaleras abajo, y ese era mi padre, para llegar al local antes de que tuviera lugar una masacre.
Un par de plumas de Lloca adornaban ya el hocico de mi perro y otras muchas flotaban en el aire cuando, casi al vuelo, pudo mi padre agarrar a mi gallina kamikaze y dejarla fuera del alcance de Lassie.
Como héroe de una película bélica, depositaba en mis brazos a mi maltrecha Lloca que, por una vez en su vida, ni piaba ni cacareaba.

Y así, con muchas alegrías y algún que otro susto, compartí con Lloca muchas horas felices. Hasta que un día todo cambió.
Fue cuando mi madre compró otra docena de huevos y apareció en casa con ellos y otro pollito.
Era evidente que se había encariñado con Lloca y, pensé, había decidido regalarle un hermanito. Está claro, madre no hay más que una.
Y me la comí a besos.
Inmediatamente, y tras el ritual de la presentación oficial, instalé al nuevo inquilino en el gallinero de Lloca, la cual no le hizo una fiesta de bienvenida pero tampoco le dio con la puerta en las narices. Esto último hubiera sido imposible porque ni Lloca podía cerrar una puerta ni el pollito tenía nariz.
Esta vez mi madre no utilizó su sexto sentido para pronosticar el sexo del pollito, lo cual me creó una seria duda a la hora de elegirle un nombre. A la espera, pues, de que el tiempo lo hiciera evidente, le atribuí el sexo femenino.
“Tita, se llamará Tita” dije.
Tal alarde de imaginación debió dejar sin palabras a mi familia, pues no dijeron nada.
A los mayores, a veces, no los entendía.

La convivencia era pacífica y apacible. Parecía que cada una tenía su espacio dentro del gallinero y respetaba el de la otra. Y hablo en femenino porque, al cabo de un tiempo, descubrimos que también Tita era una gallina y que, al igual que Lloca, crecía con suma rapidez. Cuando alcanzó el mismo tamaño que Lloca terminaron las relaciones cordiales y se declararon la guerra.
Fue el principio del fin.
No sé si por incompatibilidad de caracteres o porque las dos estaban convencidas de que aquel gallinero solo admitía a una gallina como dueña pero, fuera lo que fuera, comenzaron a enfrentarse en pequeñas peleas que, al principio, se limitaban a esporádicos picotazos de la una contra la otra pero que, a medida que pasaban los días, eran cada vez más frecuentes y feroces. Lloca había marcado su territorio y ahora lo defendía con uñas y pico. No había lugar para Tita, pero ésta no se conformaba y oponía resistencia.
En poco tiempo, aquello se transformó en una batalla sin cuartel y sus peleas nada tenían que envidiar a las tan famosas de su sexo contrario.
Era una guerra sin tregua en la que solo se concedían un descanso para comer y dormir y en la que yo, intentando ejercer de mediadora, solo conseguí llevarme un aluvión de picotazos en las manos. Como embajadora de la paz, fui un rotundo fracaso.
Aquello era un asunto entre gallinas.

Hasta que llegó un día en que la pelea fue más cruenta y dura que las anteriores. Cuando por enésima vez corrí a separarlas, ya era demasiado tarde. El gallinero parecía haber sido testigo de una matanza. Manchas de sangre salpicaban todos los rincones y el blanco pelaje de Tita y Lloca. Ésta, como soldado tras una batalla, se paseaba aturdida y tambaleante por su territorio reconquistado mientras Tita, ya sin vida, yacía en el suelo.
Hecha un mar de lágrimas, enterré a Tita en el patio donde, meses atrás, Lloca y Lassie habían tenido sus más y sus menos.
Me aseguré, eso sí, de hacerlo en un lugar seguro y fuera del alcance olfativo de mi perro, tan dado a las excavaciones que para sí lo hubieran querido en Egipto.
Y como a pesar de lo ocurrido la vida seguía, confié en que todo volvería a la normalidad una vez Lloca ya no tuviera rival.
Craso error.
Lloca ya no fue nunca más la misma. Aún hoy no se a qué se debió, pero poquito a poco perdió su vigor y su energía. Ya no le importaba que pies extraños anduvieran por sus dominios. Apenas comía y no salía del gallinero, donde permanecía todo el día acurrucada en un rincón.
“Quizás se siente culpable de lo que ha hecho…” insinué un día.
Por la forma en que me miraron, deduje que mis padres no compartían mi opinión.

Aquello era una lenta agonía. Todos lo veíamos, al igual que yo veía reflejada mi tristeza en los ojos de mi madre.
Fue ella quien, un día, haciendo un esfuerzo y echando mano de las palabras más delicadas, me apuntó la posibilidad de sacrificarla. Indignadísima por tan criminal propuesta, le dije una y mil veces que no. Lloca se recuperaría. Era cuestión de tiempo.
Pero el tiempo le dio la razón a mi madre.
Finalmente, se me hizo tan insoportable ver a Lloca en ese estado que, armándome de valor y tragándome las lágrimas, acepté la propuesta. Con toda su ternura, dijo mi madre: “Ve al colegio y cuando vuelvas ya no estará. Yo me encargaré de que sea lo más rápido posible”.
Y así fue. Cuando volví ya no había ni rastro de Lloca. El gallinero estaba vacío y totalmente limpio. Mi madre se había apresurado en recoger todo cuanto me hubiera podido recordar a aquel pollito que un día, a cambio de una docena de huevos, había entrado a formar parte de mi vida.
Ese día apenas comí. Tenía un nudo en la garganta, otro en el estómago y otro en el corazón, que me lo oprimía cuando pensaba en Lloca.

Al día siguiente, de regreso del colegio, me esperaba en la mesa un humeante tazón de caldo. Mi pena seguía siendo muy grande, pero descubrí que mi apetito comenzaba a serlo también. Dí buena cuenta de ese caldo en un abrir y cerrar de boca. Algún ingrediente especial debía tener, pensé, pues sabía y me sentó de maravilla. Me vino a la cabeza un dicho que había escuchado varias veces en casa: “Las penas con pan son menos” y tuve que aceptar que era del todo cierto. Y si eran con un buen caldo, me dije, ya casi no eran penas.
Cuanto sabían los mayores.
Y aquí, justo en este punto, habría terminado el relato de la historia de Lloca si no hubiera sido porque, una vez más, esa maldita curiosidad que parece ser llevo marcada en mi ADN, entró en escena y, como tantas otras veces, me impulsó a meter las narices donde no me llamaban.
En ese caso, para ser exactos, no fueron las narices sino las orejas. Las metí en la cocina, donde hacía rato oía cuchichear a mi madre y a mi abuela.
“Es mejor que no lo sepa. Lo está pasando mal, la pobre, pero hubiera sido una pena desperdiciarlo…” decía mi madre.
Se me erizaron los pelos. Todos. Hasta los de las trenzas.
”Sí. Al fin y al cabo, estaba bien alimentada y ha hecho un buen caldo…” respondía mi abuela.

Me quedé horrorizada, con los ojos abiertos como platos, mientras cubría mi boca con una mano porque sentía que algo en mi interior se revolvía y amenazaba con volver al sitio por donde había entrado.
Permanecí unos segundos así, hasta que pasó el peligro y destapé mi boca. El grito que de ella salió hubiera silenciado al que Janet Leigh, bajo la ducha, lanzó en “Psicosis”.
Como una poseída, irrumpí en la cocina. Ya no gritaba. Aullaba.
“¿¿Quién ha hecho un buen caldo?? ¿¿Quién??”
El silencio me dio la respuesta que ya me temía.
Repetí la pregunta y se repitió el silencio. Las chispas que sacaban mis ojos hubieran podido incendiar la cocina.
Finalmente, fue mi madre quien habló y me confirmó la macabra noticia.
“Lo siento, hija, pero estaba sana y bien alimentada. Tú te encargaste muy bien de ello. Ahora, ella lo ha hecho contigo”.
No entendí nada esa extraña reciprocidad. De nuevo se me revolvió el estómago que lo sentía, ahora, ocupado por Lloca.
Les lancé la más furiosa de mis miradas y el portazo que dí en mi habitación hizo temblar los cimientos de la casa.
En ese momento, y por muchos días, odié a mi madre.

Pero el tiempo pasa, que es una de sus principales misiones, una se hace mayor, que también es una de las misiones en este mundo, y comienza a entender muchas cosas, misión en la cual todavía ando bastante rezagada.
Y una de las cosas que entendí, años después, fue que Lloca llegó a casa en tiempos económicamente difíciles y que nada estaba de más para poder alimentar bien a la pequeña de la familia. O sea, yo.
Y pienso que quizás con esa misión, para regalarme un buen tazón de caldo como sabrosa despedida, vino a parar un día Lloca a mis manos.
Siempre tendrá un lugar en mi rincón de los recuerdos queridos, a pesar de que muchos piensen que una gallina no es más que eso, una gallina. Pero ocupó un sitio importante en mi mundo de niña, un sitio transitorio en mi estómago (perdóname, Lloca) y tendrá siempre su espacio, su eterno gallinero, en mi corazón.

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24 comentarios:

El Drac dijo...

Tu historia me ha parecido muy tierna y muy parecida a la mía, también fui un niño de condición muy humilde y también tuve 3 pollitos que amábamos conmis hermanas muchísimo. Nunca, ni hoy que soy mayor entenderé cómo podemos hacer algosemejante con alguien a quien amamos, a quien hemos dado nuestro amor por un tiempo. Yo por mi parete hasta cuando conduzco y hay palomas silvestres a mi paso, pues PARO, me detengo,porque no pienso que las palomas son las palomas, sino que son una vida totalmente inofensiva, a quien no tengo derecho truncar. Un gran abrazo

EL BLOG DE MARPIN Y LA RANA dijo...

Mientras tomaba una taza de aromático café, Lloca, Tita y tú, me habéis acompañado.
Y me ha recordado una canción que nos enseñaron en el cole:

"Hace tres noches no duermo la-la
de pensar en mi pollito la-la
pobrecito la-la
mi pollito la-la
yo no sé donde estará.
Lo he buscado por oriente la-la
y también por occidente la-la
lo he encontrado en el arroz".

No volví a comer arroz, por supuesto.

Un abrazo.

Marpín y La Rana

Tatiana Aguilera dijo...

Querida Núria:
Yo también tuve mi pollo-gallina, y también odié a mi madre cuando lo vi en la olla. Yo y mi hermano sentamos bases de unión y nos negamos a comer sus carnes. Mi madre lo había comprado con otra finalidad, alimentarnos con un producto natural, con el tiempo entendió que el amor por un animal puede ser tan inmenso, tan puro...
Un beso amiga.

Carmen Silza dijo...

Como me has entretenido Nuria,y como soy tan boba, hasta he llorado,yo amo a los animales y entiendo tu relacción con Lloca...Preciosa historia ....Me he visto en ella, de pequeña no tube una Lloca, pero ahora tengo a mi Zar, un perrito de agua al que adoro...Felicidades por esta entrada...Besos

Núria dijo...

Amigo Drac, a mí también me pareció cruel el final de mi gallina. Hoy lo veo de forma distinta, quizás con los ojos de madre que, a pesar de no tener los problemas económicos que mis padres entonces tenían, haría cualquier cosa para alimentar a mi hijo...
Yo también amo, y mucho, a los animales. Prueba de ello es que una larga lista de ellos han formado parte de mi vida.
Gusanos de seda, peces, gallinas, perros, hamsters, pájaros, gatos...Por nada del mundo haría daño a un animal, pero tampoco por nada del mundo querría verlos sufrir o morir lentamente.
Me alegro de que compartas mi cariño por esos seres. Muchas veces se aprende más de ellos que de los de nuestra propia especie...no crees?
Gracias por acercarte a mi blog!
Es un placer verte por aquí!
Un abrazo,
Núria

Núria dijo...

Marpin y La Rana...jajaja...fuiste más tajante que yo!
Yo aborrecí el caldo durante un tiempo, pero debo reconocer que al final, de nuevo, sucumbí.
Eso sí...como el sabor de aquel, ninguno.
Me alegro de que Lloca, Tita y yo hayamos sido compañía de ese matutino café.
Gracias por dejarnos formar parte de vuestro desayuno!
Un gran abrazo!
Núria

Núria dijo...

Mi querida Tatiana, pues sí...nuestras madres y nosotras, niñas, lo veíamos con diferentes ojos, aunque debo reconocer que esa no era la intención incial de mi madre, solo que al final las circusntancias no le dieron otra opción.
Nuestras madre no hicieron más que pensar en nosotras. Y eso es de agradecer, no crees?
Aún así...las llegamos a odiar!...jajaja..
Mil cariñitos, amiga!
Núria

Núria dijo...

Querida Carmen, para nada eres boba...eres una persona sensible, como lo son las que aman/amamos a los animales.
Me alegro de que te hayas identificado con mi relato. Ya veo que no fuí la única niña amante de las gallinas..jaja...
Un abrazo muy grande!
Núria

Mª Rosa dijo...

¡¡Preciosa historia!! Estoy emocionada, evidentemente no eres Juan Ramón, pero este pollito tuyo no tiene nada que envidiar al burrito de Juan Ramón Jiménez. Lo has tratado con tanto cariño y con tanta humanidad que has hecho que se me humedezcan los ojos.

Eres muy buena Núria, haces que tus escritos tengan vida, al menos así me lo transmites a mí.

Un abrazo grandísimo
Mª Rosa

Núria dijo...

Mi querida Mª Rosa,sentía por Lloca y siento por todos los animales, el mismo cariño que Juan Ramón Jiménez por su Platero. Cuando se quiere a alguien, sea humano o animal, es fácil transmitir ternura, no crees?
No creas...yo aún siento ese nudo que menciono, en el corazón cada vez que recuerdo a Lloca...Y a algunos más que la siguieron. Algún día escribiré acerca de ellos.
Gracias, guapa, por tus palabras y por haberte zambullido en mi relato.
Un gran abrazo, tan grande que es enorme!
Núria

Ashia dijo...

Núria, he ido leyendo el relato, un relato lleno de la ternura de una niña, y porque no, también de mayores, quién quiere a los animales de pequeños, los quieres siempre.
Me he identificado en algunas cosas, pero tuve un perro y un loro que se tenían una gran manía, ni te cuento las veces que salve al loro y eso que mi perro era un llavero.
Comprendo tú dolor, en aquel momento, no se deja de ser niña y la incompresión, el dolor de que Lloca pasara a ser sopa en aquellos momentos tragicos e incomprensibles para ti, sé que quedaría marcado para siempre como asi ha sido, fué fuerte.
Ya ves... no importa, gallina, tortuga, loro, perro, era tu mascota tu tesoro en aquel momento y a una amiga donde pones ilusiones y es compañera de juegos, no hace falta que tenga dos piernas, aunque tenga dos patas, no se olvida ni la olvidaras.

Si te digo que me ha gustado, como lo has ido describiendo todo, sería poco, soy muy sincera.
No me ha gustado el final, auque ese no lo elgimos nosotros.
Esta estupendamente relatado.

Un inmenso abrazo muy fuerte muy fuerte y muchos besos.
Ashia

Núria dijo...

Ashia, por supuesto que no la olvidaré nunca, como a tantos otros animales que he tenido. Ahora la recuerdo con ternura, me río pensando en lo mal que se lo hizo pasar a mi familia con sus picotazos...
El final no gusta, por supuesto, pero así fue. Algo incomprensible e injusto para mí en aquel momento...Ahora lo puedo entender, porque también pienso que hubiera sido cruel dejarla morir poco a poco, en lenta agonía.
Gracias, guapísima, por haber "soportado" tan largo relato...jajaja...y, como siempre, gracias por estar en mi rinconcito de pequeñas y grandes cosas!
Un abrazo....uffff...ni te cuento de lo grande..jajaja...
Núria

Anónimo dijo...

Querida Núria, muy emotiva y conmovedora historia, en mi caso fue un Patito, era tan bello pero termino en una mesa de noche buena.
en ese momento no entendi ese salvajismo, pero hoy como madre lo entiendo, no lo apruebo.
los niños se entregan con su inocencia brindando todo su amor, no es justo.
me encanto leerte.

(¯`•.•´¯) (¯`•.•´¯)AMIGA•.• ♥•.• ★
*`•.¸(¯`•.•´¯)¸.•´
♥ º° ♥`•.¸.•´ ♥ º° ♥ `•.¸.•´` Que tengas
(¯`•.•´¯) (¯`•.•´¯)un buen …★
*`•.¸(¯`•.•´¯)¸.•´★Fin de semana
(`’ ●.¸ ★ Cuando se tiene un amigo
(`’ ●.¸ ★ se tiene un pedazo del cielo
(`’ ●.¸ ★ un refugio, un cómplice
(`’ ●.¸ ★ ese ser que nos transmite
(`’ ●.¸ ★ confianza y respeto
(`’ ●.¸ ★ Cuando se tiene un amigo
(`’ ●.¸ ★ se tienen las alas
(`’ ●.¸ ★ extendidas al viento
(`’ ●.¸ ★ y se puede desnudar el alma
(`’ ●.¸ ★ sin correr riesgos.
(¯`•.•´¯) (¯`•.•´¯)★Que Dios
*`•.¸(¯`•.•´¯)¸.•´★te bendiga
♥ º° ♥`•.¸.•´ ♥ º° ♥ `•.¸.•´` ★Querida
(¯`•.•´¯) (¯`•.•´¯)★AMIGA★
*`•.¸(¯`•.•´¯)¸.•´
♥ º° ♥`•.¸.•´ ♥ º° ♥★Noemi…★
♥` ♥ º°♥★ Besitos ★♥ º° ♥` ♥

Mª Pilar dijo...

Yo tambien tuve a medias con un hermano pequeño un pollito al que llamábamos Pity, lo cuidábamos a medias, pero un día nos tuvimos que ir a vivir a otra Ciudad y no podíamos llevarnos el dichoso pollo.
Se lo regalamos a una Sra que venia a ayudar a mi casa, pues éramos la friolera de 15 personas y como es lógico lo echaron a la cazuela. Nunca se lo pudimos decir a mi hermano, nos hubiese matado a todos jaja. Se lo dijimos de mayor y se moría de risa.

Un abrazo

Pilar

Núria dijo...

Querida Noemí, yo tampoco lo entendí entonces...también me pareció una atrocidad.
Ahora, al igual que tú, sin aprobarlo,lo entiendo.
Qué no haríamos cualquier madre para dar lo mejor a nuestros hijos???
Gracias por regalarme tu visita y por tus palabras, amiga. Te deseo un fin de semana muy feliz!
Un abrazo!
Núria

Núria dijo...

Querida M! Pilar...jajajaj...ya veo que no soy la única cuya mascota ha terminado en la cazuela o en la olla...
Eran tiempos difíciles...
Un abrazo muy grande, guapa!
Núria

Ángel dijo...

Amiga Nuria: Una entrada bella, que realmente engancha hasta su final.

A mi me recordó, a la "desaparición" reciente de mi perrita...

Y, es que sólo, los que sentimos ése afecto por los animales, lo podemos entender.

Buen fin de semana. Ángel.

Núria dijo...

Amigo Angel, ya lo sé...sé lo mal que lo has pasado...mejor dicho, supongo que todavía lo estás pasando...
Es cierto, solo los que amamos a los animales sabemos cuan mal se pasa cuando nos dejan.
Gracias por haber compartido mi recuerdo de Lloca y por acercarte a mi rinconcito!
Un feliz fin de semana!
Núria

Charo Bustos Cruz dijo...

Tu éxito está en expresar tus pensamientos como salen de tu alma y de ahí
traspasarlos al papel o, en este caso, compartir con los amigos la calidez de tus sentimientos.
Esta emotiva historia me ha hecho recordar mi niñez, gracias, amiga.

Besos y feliz fin de semana.
Charo_☺

Núria dijo...

Amiga Charo, pues no...para bien o para mal, no hay intermediarios entre mi alma y yo.
Gracias por compartir conmigo un pedacito de mi niñez.
Un abrazo y feliz fin de semana!
Núria

Carmela dijo...

Un relato lleno de ternura.
Tu relación con Lloca es un valioso ejemplo :Tratando a los seres vivos con afecto se logra un estrecho y cálido vínculo.
Imagino cómo te habrás sentido después de tomar aquella sopa.
Pero la gallina tuvo su espacio, alimento y cariño.
Es cierto: Los que amamos y respetamos a los animales sufrimos cuando ellos sufren.
Esta vivencia narrada debería ser difundida para valorar la importancia del amor a los animales.
Besos miles.

Núria dijo...

Amiga Carmela, pues sí...mi Lloca tuvo su espacio en mi vida, y ese espacio procuré que fuera para ella lo más agradable posible.
Nada ni nadie borrará esos bellos recuerdos. Puedo asegurarte que me dejó un buen sabor de boca...jajaja...
Adoro a los animales. Me resulta totalmente incomprensible ver con qué crueldad muchas personas les tratan...muchos deberían tomar ejemplo de su nobleza.
Un abrazo enorme!
Núria

Anónimo dijo...

Es bastante divertido, sin más deberías pensar en escribir cuentos para niños: tu estilo tranquilo, las rimas, el tono, las palabras. Me recuerdan a la película el Grinch, basada en el libro. Pero resumiendo los cuentos, uno así para leer a un niño le aburriría.

Núria dijo...

Jesús, por supuesto que aburriría a un niño...de hecho, creo que hasta a un adulto puede aburrir, pero me apetecía escribirlo...sin más.
Escribir para niños???...ufff..no estoy preparada poara eso. De hecho no lo estpy para nada, pero me divierto escribiendo!
Gracias por pasarte por aquí!
Núria